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Tribuna
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La fiesta

Comenzó la Feria de San Isidro, la más importante en el rutilante, imprescindible y mágico planeta de los toros, que ni se conoce ni se puede conocer, porque se refiere más a la pasión que a la razón. No hay diálogo posible. El aficionado no comprende y, por supuesto, no lo pretende, los desacertados comentarios del antitaurino. El antitaurino, con un enconamiento rayano en el absurdo, critica lo sanguinario del espectáculo, y advierte sobre los peligros de su agresividad. La agresividad también es parte de la condición humana. El antitaurino es un ser robotizado, que se desplaza por una aritmética cerril y artículos de dogma. Los motivos del antitaurino, las Bardot de turno, son alharacas, gritos o escupitajos en medio de la nada. El antitaurino, por antonomasia, está falto de sensibilidad, perspectiva y hasta tolerancia. Sus manifestaciones tienden a ser epidérmicas, pues sus ideas, que no lo son, se impulsan por la negación y no por la creación. Está cegado por las bombillas de la inteligencia, que de luminarias nublan las del sentimiento. Inteligencia y sentimiento son las armas del intelectual. Una sin la otra se desdicen.La reflexión del antitaurino carece de lo fundamental, que es la pegada del corazón, aquella que la impulsa y la hace crecer. Ve al torero como un matarife, al toro como a una víctima, al público como al espectador de un combate de gladiadores. El torero suele estar en desventaja, cuenta con una espada y un trapo para enfrentarse a un animal que alcanza los 600 kilos, cuya finalidad es o morir o dar muerte. Además, de no haber fiesta no habría toros, ni campo ni dehesas.La supuesta víctima no está indefensa, su velocidad, volumen y pitones son una amenaza constante. El anuncio de la cogida siempre está presente. El público no desea la sangre por la sangre de los contingentes, aunque sabe que aparece al final de la obra, como el punto que la cierra.

El antitaurino, por definición, no ama el arte, y, si lo ama, no es capaz de sentirlo más allá de los tradicionales. Arte es lo que nace del talento, de una mirada que es diferente a cualquiera, capaz de resumir la realidad, de vulnerar sus fronteras, impuestas o adquiridas. Arte es reducción de conceptos, de lenguajes, de las materias con las que se construye. Decía Miguel Ángel que al empujar por la ladera de una montaña una escultura, arte sería lo que quedaría al final. La montaña habría limado la imaginación del creador, su intención, desnudando la piedra. El arte siempre vuelve a los tres grandes temas: amor, vida y muerte, que forman la sagrada trinidad de la existencia. El toreo, entonces,como arte, es el primero, también el primario, el más perfecto. Su materia no es un invento del ser humano, la cámara, el óleo, la tinta. Lo conforman el hombre y el animal, que con su danza, su prosa, su imagen, su cuadro, dotan de misterio al espacio. Los instrumentos son la naturaleza, el conflicto entre la inteligencia y el instinto. No hay trampa, no hay recurso que valga; sería estúpido, tanto el toro como el torero están al filo de sus posibilidades, de un físico que se fuerza, por una cuestión de voluntad. Se afirma con frecuencia que el torero debe limitar la rutina del toro, levantarse de madrugada, correr, acostarse al alba, ajeno a las distracciones que se le ofrecen. Así que el torero, como artista, es un asceta o un monje, un hombre que se ha despojado de las aspiraciones materiales, de sus sospechas, que prescinde de lo común, de esa ortodoxia que asfixia. El torero es una especie de Simón en el desierto, instalado en lo alto de la atalaya, ajeno a un mundo que no sea el propio. El toreo no es un arte que pretenda sobrevivir a las fechas, no es necesario, se produce en un periodo muy corto. La intensidad gana al tiempo, lo detiene, lo transforma y le resta la importancia excesiva que se le otorga. En el toreo, amor, vida y muerte se unen en el dibujo que matizan el buril y el hombre. La vida, el movimiento, nace del dibujo, el amor del duende y la muerte de su inevitabilidad. El duende, el pellizco, es una electricidad que recorre la plaza y que cada uno capta como un estallido de algo, imposible de nombrar o definir por la palabra escrita. Nadie, todavía, ha sido capaz de recogerse en la profundidad del ser humano, sus contradicciones, su evolución. La excepción son los toreros que, hechos de una pasta distinta, parecen extraterrestres. El espectador admira al torero, le gustaría estar en su sitio, pisando sus terrenos, los del imposible y las fronteras que es urgente quebrar.

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