Un pulso por la autonomía del ministerio fiscal
Hay fundadas razones para dudar de que las decisiones adoptadas por el Gobierno respecto de la Fiscalía de la Audiencia Nacional y el cese del fiscal general del Estado vayan a ser el punto final de la crisis en que vive sumida aquella Fiscalía y, desde luego, no remedian por sí solas el daño que ya ha sufrido la institución.Estamos hablando de quienes, por mandato constitucional, tienen como misión la defensa del Estado democrático y de los derechos de los ciudadanos mediante, entre otras funciones, el ejercicio de acciones penales, es decir, la persecución del delito. Y la Carta Magna de nuestro ordenamiento jurídico concibió una institución regida por el principio de legalidad y de la obligatoriedad del ejercicio de la acción penal, pero, a diferencia de la independencia judicial, sometida al principio jerárquico como garantía de su actuación unitaria y eficaz. Principio jerárquico o de dependencia que, enmarcado en un sistema democrático, es compatible, como no podía ser de otro modo, con vías legales para que los fiscales expresen formalmente su disconformidad con las órdenes ilegales o improcedentes que los jefes puedan imartirles y para participar, a través de las. Juntas de Fiscalía, en la formación de criterio de las decisiones de los fiscales jefes. Modelo ciertamente original y, desde luego, más avanzado del que rige en la mayoría de los Estados europeos.
Pero el rasgo más característico del fiscal de la Constitución de 1978, separándose claramente del fiscal de 1926 prolongado durante el franquismo, que era un instrumento del Gobierno ante los tribunales, es que pese al nombramiento del fiscal general y de los fiscales jefes por el Gobierno, en el ejercicio de su cargo son independientes. Por tanto, el Gobierno no puede darle al fiscal general órdenes o instrucciones de ninguna clase. El principio jerárquico culmina, pues, en el fiscal general del Estado. Así está concebido el ministerio fiscal en la Constitución y en la ley que regula su actuación. Puede parecer una antinomia pero es una exigencia irrenunciable. Sin embargo, es una pretensión que, por más apoyatura legal que tenga, choca con la realidad política de que todo Gobierno, con alguna excepción, designa como fiscal general a personas, fiscales o no, afines a la ideología del partido que, sólo o en coalición, gobierna. Y es más, que el poder ejecutivo de cualquier signo no está dispuesto a renunciar al empleo del fiscal general y, a través de éste, de la Institución para la aplicación de una política criminal determinada o, más aún, de una acción penal determinada que pueda interesar al Gobierno en la ejecución de su política interior. Pero hay algo más. Todo Gobierno, sin distinción política alguna, parece exigir, de forma más o menos explícita, del fiscal general de turno un cierto grado de fidelidad que puede manifestarse a través de pretensiones o requerimientos que, en la medida en que no se formalizan, no trascienden pero sitúan al fiscal general en una constante crisis. Basta recordar el fulminante cese de Leopoldo Torres porque se permitió alinearse con las justas reivindicaciones del Consejo Fiscal reclamando mayores medios y autonomía para el ministerio fiscal. Y en el cese de Juan Ortiz Úrculo, además de otras circunstancias, concurre finalmente una situación similar. No hace falta gran perspicacia para entender que la mera propuesta de traslado forzoso de una fiscal, aparte de, posiblemente, otras discrepancias con el Ejecutivo, ha influido decisivamente en su cese porque, ciertamente, el rechazo de dicho traslado situaba al Gobierno en una dificil situación, la de una confrontación global con el ministerio fiscal, con las asociaciones de fiscales y el Consejo Fiscal. Parece, por tanto, que además de la afinidad ideológica, el Ejecutivo exige otras fidelidades que no están en la Constitución ni en la ley y si no se responde a ellas se traducen en la pérdida de confianza y la destitución de la persona designada.
Todo ello plantea, una vez más, la problemática del nombramiento del fiscal general del Estado que debe afrontarse definitivamente alguna vez, con la reforma de la Constitución si fuera preciso, para evitar la constante generación de conflictos y, sobre todo, la desconfianza que el sistema actual genera en la institución. Y no digamos si, a partir de esos presupuestos, se pretende reclamar, como creo que sería positivo, la instrucción penal para el fiscal.
Pero el motivo fundamental de estas líneas es expresar la gravedad que ha entrañado para la institución la vulneración por los fiscales expedientados de la Audiencia Nacional del régimen jurídico del ministerio fiscal. Vulneración que lógicamente origina confusión y perplejidad en los ciudadanos, que deben preguntarse, desconcertados, cómo en un Estado democrático puede originarse y perpetuarse durante tanto tiempo una situación de desorden interior como la de la Fiscalía de la Audiencia Nacional que no puede dejar de repercutir negativamente en la eficaz prestación del servicio público. Creo que el ciudadano merece algunas respuestas que me atrevo a sugerir con el propósito de clarificar ciertas cuestiones esenciales.
1. En efecto, la Constitución diseñó un fiscal que, en el ejercicio de su cargo, fuera independiente del Ejecutivo. Pero el estatuto del ministerio fiscal aprobado en 1981, en plena transición democrática, no llegó a romper plenamente con el modelo predemocrático anterior. Y así, el poder ejecutivo se reservó varias facultades esenciales para que, en un caso determinado, pudiera controlar al ministerio fiscal en función de sus intereses que, objetivamente, pueden no coincidir con la defensa del interés público y del principio de legalidad. Así, el traslado forzoso, en lugar de ser una sanción disciplinaria reservada al fiscal general del Estado y sujeta a los correspondientes recursos contencioso-administrativos, la asume el ministro de Justicia o el Gobierno, atribuyéndose al facultad de acordarlo o no, con libertad, por tanto, para atender o no la propuesta del fiscal general del Estado, facultad que, objetivamente, entraña una injerencia, por más que el texto legal lo autorice, en el funcionamiento interno del ministerio fiscal. Si, además, el ministro de Justicia o el Gobierno resuelven en contra de la propuesta del fiscal general del Estado que, en este caso, contaba con el respaldo unánime del Consejo Fiscal, ello hubiera significado una manifiesta desautorización del fiscal general del Estado, con la consiguiente subordinación del mismo a los criterios políticos del Gobierno en la resolución de los problemas que atañen al ministerio fiscal.
2. Pero el Gobierno se reservó en el artículo 41 de la ley otra facultad, aún más relevante: la de remover sin más a los fiscales jefes, sin especificarse legalmente las causas del cese, precepto que desde 1981 ningún fiscal general ni ningún Gobierno aplicó, seguramente porque tiene una evidente dimensión política.
Y habría que decir que desde principios de 1982, desde cuando se podría haber hecho uso de esa facultad, los Gobiernos de la UCD y del PSOE heredaron unos fiscales jefes que, en su inmensa mayoría, habían sido nombrados bajo el sistema vigente anterior a la Constitución democrática, algunos de ellos con una clara identificación con el anterior régimen y puede que alguno no fuera precisamente un modelo de aptitud. Pues bien, pese a todo, fueron respetados sin que ninguno fuera removido. La facultad de remover a los fiscales jefes en los términos actuales, es decir, sin expediente disciplinario y sin precisar las causas del cese, justificaría por sí sola la reforma del Estatuto. Y, por todo ello, estimamos del todo improcedente la remoción del fiscal jefe de la Audiencia Nacional con independencia de las causas que se alegaron. A tenor de los informes de la Inspección Fiscal y de los expedientes disciplinarios incoados a los cuatro fiscales de la Audiencia Nacional que han trascendido a la opinión pública, resulta con evidente claridad que la causa principal y última de la crisis de la Fiscalía estaba en la conducta de los fiscales expedientados.
3. Como he dicho con anterioridad, el principio de jerarquía es un rasgo esencial del ministerio fiscal. En el conjunto del ministerio fiscal resulta insólito el estado de cosas creado en la Fiscalía de la Audiencia Nacional, agravado desde la interposición de la querella contra los responsables de la gestión de Banesto, caracterizado, a tenor de los Informes de la Inspección Fiscal y las propuestas de sanción, por la indisciplina e insubordinación y otros comportamientos manifiestamente irregulares. Cualesquiera que fuesen los méritos contraídos por los fiscales expedientados en algún ámbito de su actuación, carece de precedentes en la historia y el presente de un ministerio fiscal que un grupo de fiscales no sólo vulnere los principios constitucionales y legales que regulan su actuación, sino que se constituya, en cierta medida, en un grupo de presión. Y todavía más insólito es que desde determinados sectores de opinión y medios de comunicación se valore como un mérito y hasta se elogie y estimule lo que no son más que actitudes claramente contradictorias con el régimen democrático del ministerio fiscal que deslegitiman en quien las adopta para un ejercicio imparcial y objetivo de sus funciones. Ante tal estado de cosas, el fiscal general del Estado actuó acertadamente impulsando la inspección de la Fiscalía de la Audiencia Nacional y si nos atenemos a los términos de los documentos de la Inspección y de los expedientes hay un dato bien revelador, los fiscales expedientados nunca hicieron uso de los procedimientos democráticos previstos legalmente para expresar su oposición frente al fiscal jefe, con manifiesto desconocimiento o desprecio de los instrumentos que les otorgaba la ley. Y, pese a las graves imputaciones que se contienen en los expedientes, y en las propuestas sancionatorias, es de lamentar, como podría haberse hecho que no se adoptaran medidas cautelares de suspensión de empleo y sueldo, como respuesta inmediata y ejemplar, como ya se acordó en un supuesto semejante en Barcelona. Es más, dichos fiscales adoptan una intolerable actitud de un cierto desafio ante las decisiones del fiscal general del Estado y la que, ,en su caso, pudiera adoptar el Gobierno.
Y ante este cúmulo de actitudes incompatibles con la Constitución y la Ley del Fiscal, todavía algunos, profundamente desorientados desorientación que llegó a alcanzar a algún sector de la izquierda-, cuando no maliciosamente, siguen planteando que dichos fiscales son "víctimas" de unas supuestas represalias por su "independiente" actuación en determinados procedimientos penales de relevancia social y política poniendo en duda, es más, rechazando, que el fiscal jefe hubiese actuado en tales procedimientos de forma imparcial y objetiva. Tal planteamiento fue y es íntegramente falso y gravemente injurioso para el enconces fiscal jefe de la Audiencia Nacional.
Todos los fiscales, sin excepción, están sometidos a principios de legalidad y no cabe aceptar, bajo ningún concepto, que precisamente los fiscales expedientados hayan sido mas rigurosos en la aplicación del principio de legalidad que el propio fiscal jefe y que el conjunto del ministerio fiscal, cuando lo que ciertamente han hecho es transmitir a la sociedad una imagen deteriorada y negativa de la institución en perjuicio de cuantos, sin alarde alguno, de forma rigurosa y eficaz, cumplen con su misión constitucional. Todos los fiscales están también sujetos al principio de jerarquía -de rango constitucional- y la ruptura de ese binomio desnaturaliza al ministerio fiscal democrático y provoca un grave deterioro de la institución en el seno del Estado de derecho. Sería tan grave como valorar positivamente, aunque pueda parecer demagógico, la pérdida de la independencia judicial si con ello se favorece a determinados intereses políticos o sociales.
Parece que ha comenzado a producirse una cierta recuperación de la normalidad con el traslado forzoso de uno de los fiscales expedientados, que debe complementarse con el cumplimiento inmediato de todas las sanciones impuestas, ya excesivamente suavizadas respecto a las propuestas por los instructores de los expedientes, especialmente respecto de otro de aquellos fiscales para el cual el Consejo Fiscal acordó también, por unanimidad, su traslado forzoso, acuerdo que no fue asumido por el fiscal general del Estado.
Son medidas indispensables para que los ciudadanos puedan confiar en el ministerio fiscal como institución defensora de sus derechos ya que ello no será posible mientras que algunos miembros de esta institución, por pocos y nada representativos que sean, no se sometan a sus propias leyes, actuación que, afortunadamente, no se corresponde en absoluto con la digna actuación del conjunto del ministerio fiscal.
Y, finalmente, tenemos la confianza y la esperanza, fundada en su trayectoria profesional, de que el nuevo fiscal general del Estado contribuirá decisivamente a superar esta etapa y constituirá, desde el ejercicio independiente de su cargo, una referencia y una garantía de la actuación plenamente constitucional y eficaz de todos los fiscales al servicio de la legalidad democrática y los derechos de los ciudadanos.
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