_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La celebración total

Rafael Argullol

Si debemos juzgar por lo que ya está sucediendo y, sobre todo, por lo que se anuncia, el auténtico terror milenarista que se avecina serán las celebraciones del segundo milenio. Una mano invisible ha dado la salida y la carrera se acelerará progresivamente de ritmo hasta alcanzar el vértigo,final. Imagínense los miles de conciertos y fiestas que van a organizarse en los próximos dos años: un gigantesco negocio para "brindar por el paso del tiempo", según se hizo en un festejo primerizo realizado recientemente en Barcelona.Pero además de este sutil e inteligente brindis, sobre el que se construirá una espesa maraña de intereses, subvenciones y excelentes oportunidades, los centenares de millones de celebrantes terminarán por no saber por qué están levantando la copa, pues, aun que invada machaconamente los hogares y retinas del mundo, el Gran Producto será la ficción más sofisticada jamás concebida y se disolverá finalmente como una efímera burbuja. No sé si será posible escapar al Gran Producto buscando refugio en culturas de calendario diferente. Cuando la Casa del Tíbet me felicitó por el año nuevo tibetano y leí que estábamos en el 2124, me invadió una secreta excitación, puesto que, por un momento, pensé que la fuga hacia adelante o hacia atrás -hacia los países islámicos- era posible. Sin embargo, al recordar la famosa globalización de nuestra época, me posee el pesimismo: ningun rincón, ninguna mente va a quedar al margen de la celebración total, de manera que el Gran Producto sea la muestra más acabada de aquel a globalización.

A decir verdad, no creo que podamos evitar la fiesta por más viajes que emprendamos y por más subterfugios que busquemos. Si, como es sabido, es bien difícil sustraerse a la alegría de las efemérides colectivas declarándose triste (y, al contrario: alegre ante los decretos de tristeza), todavía lo será más hacerlo con respecto a aquella celebración total promulgada por tantos poderes y publicitada por tantos medios.

Ahí quizá se insinúe la naturaleza de nuestro terror milenarista vinculado al carácter totalitario de la celebración y, asimismo, su vínculo con el precedente medieval. En ambos casos hay una extraordinaria coacción ante la inminencia de una fecha que despierta expectativas desmesuradas. La celebración medieval implica el fin del mundo y la redención, un apocalipsis que se exterioriza en un siniestro rugido de dolor y gozo.

Aunque haya mecanismos paradójicamente afines, nuestro apocalipsis es muy distinto. En el escenario medieval el testimonio de la palabra era cortante como una espada. Los protagonistas vivían bajo un exceso de revelación que fomentaba la incertidumbre. Para nosotros fa revelación es la representación, y, en este sentido, el Gran Producto será, sin duda, ejemplar.

No es extraño, en consecuencia, que la celebración total, junto al gran negocio instalado en el bazar del tiempo, acoja en su seno erráticos pulsos apocalípticos en los que los más avanzados lenguajes de representación convivan con la ausencia de la palabra. Entre los invitados a la fiesta no faltarán, por supuesto, los que creen que la fiesta les redimirá.

Nada hay más irritante que la vertiente espiritual -grotescamente espiritual, como es obvio- de la celebración. Las ofertas salvadoras probablemente se multiplicarán. Ya advertimos en la mayoría de ellas rasgos comunes: el uso de las tecnologías más innovadoras viene acompañado por una insultante pobreza de pensamiento. A menudo su lenguaje es más miserable cuanto más ricos son los instrumentos que manejan.

El caso más reciente, y sórdido, ha sido el de los sectarios de La Puerta del Cielo, cuyo particular apocalipsis ha combinado codiciosamente la técnica y la idiotez. Si las teorías del grupo eran aberrantemente cándidas, los detalles de los días anteriores al suicidio, con visitas a diversos parques de atracciones y una última cena en la que, según la revista Newsweek, la treintena de miembros pidió unánimemente pollo a la cacerola y pastel de queso, son aleccionadores sobre el lado interno, doméstico, de la redención sectaria. Todo ello -teoría y práctica- filmado minuciosamente difundido para la posteridad.El carácter especialmente tenebroso de estos "nuevos ángeles" lanzados a un autosacrificio tan cruelmente ingenuo no puede hacer olvidar la proliferación de grupos que, sin llegar al extremo de los admiradores del Hale-Bopp, participan de posiciones parecidas. Si examinamos el proselitismo de tantos predicadores y "guías espirituales" es fácil concluir que el instrumento con que se comunica el mensaje es infinitamente más rico, complejo y sofisticado que el mensaje mismo. Éste, casi sin excepciones, es puramente paródico y, a veces, literalmente, "sin palabra". Una revelación tan estridente como hueca: un apocalipsis tecno-idiota.

Afortunadamente, estas liturgias minoritarias no determinan la liturgia universal del Gran Producto, un negocio al fin y al cabo, aunque, eso sí, descomunal. Sin embargo, entre las unas y la otra hay una relación fluida que no puede pasar inadvertida. También la celebración total, como sucede con las unilaterales celebraciones de las sectas actuales, significa, en buena medida, la puesta en práctica a escala planetaria de aquel apocalipsis. Cuanto más se acerque la fecha fatídica, más agobiantemente sentiremos la presencia de un mensajero que, con su enormidad y Poder, ocupa todo el escenario, llevando a sus espaldas la ligera carga de un mensaje inexistente.

Éste, creo, es el auténtico terror milenarista de nuestro final de siglo: el absurdo de ser refinada e implacablemente obligados a levantar la copa para brindar por el paso del tiempo sin, en realidad, tener nada que celebrar. Visto lo que se nos viene encima, la única celebración que verdaderamente valdría la pena sería despertar de la pesadilla estando, como los amigos tibetanos, en el 2124. Por cierto, año del buey y del fuego.

Rafael Argullol es escritor y filósofo.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_