Medios democráticos y fines nacionalistas
No quisiera en este artículo moverme bajo los dictados que manejaba Wittgenstein cuando, preocupado por las certezas de las cosas, decía: 'Si alguien nos preguntara: 'Pero ¿es tal cosa verdad?", podríamos responderle: 'Sí', y si exigiera que se le dieran razones, podríamos decirle: 'No puedo darte ninguna razón; pero, si aprendes más cosas, compartirás mi opinión".No sé si, en ocasiones, cuando se escribe en los medios de comunicación sobre realidades tan complejas como la vasca, la estrategia más adecuada es simplificarla, cuando no caricaturizarla. Sé que la economía funcional' que impone la escritura en la prensa obliga a desarrollar el instinto literario para simplificar la complejidad y hacer así legibles a los componentes de la trama argumentativa. Pero también sé que, a veces, ni una regla ni otra se cumplen. Cuando ocurre esto, la caricatura abandona el campo estricto donde se mueve para convertirse en el único argumento. Así, algunas de las interpretaciones sobre el nacionalismo vasco se acercan a esa confusa frontera donde los argumentos críticos dan paso a un extraño collage, peculiar y con pretensiones éticas, donde vale todo y que olvida que, si la confusión es interesada, oculta las luces y las sombras del fenómeno que analiza.
No creo, por ejemplo, que, ante las propuestas políticas e incluso vitales que emanan del nacionalismo vasco, lo más edificante sea maldecirle recordando que está en pecado, que el suyo es original y que sólo cuando olvide ese discurso hallará la redención. No me parece ése un buen camino. Entre otras razones, porque cae en los mismos errores que critica. De igual manera, abandonar el territorio de las distinciones -sutiles pero básicas- y colocar a todo el nacionalismo vasco bajo sospecha, o no distinguir, ni tampoco matizar, entre el plano del discurso político y de las declaraciones partidistas, y el plano del discurso social, y no asumir la complejidad de la realidad del panorama vasco, significa abandonar el campo de la argumentación para someterse al reino de las vísceras; o aún peor, entronizar el fundamentalismo (sea democrático, constitucional o cualquiera otro) como la guía de la interpretación política y de la interpretación social.
Me extraña leer y releer la extendida afirmación que transforma en clónicos todos los discursos nacionalistas, al margen de la representación que cada uno hace de su papel o de la identificación de los ciudadanos con estas expresiones, cuando, por otra parte, la confrontación con la realidad empírica expresa un elevado grado de complejidad y de pluralismo.
La mayoría de los ciudadanos vascos no percibe este asunto en términos de sí o de no. El pluralismo es una característica estructural de la sociedad vasca, pero también del mundo político y social del nacionalismo. Entre los dos extremos de la dicotomía de la adscripción (ser o no ser nacionalista) hay multitud de estadios intermedios, de intersticios sociales, de definiciones cruzadas o de representaciones y objetivos políticos dispares. Por eso, simplificar la realidad del País Vasco creando fronteras (que a algunos articulistas les parecen evidentes) entre los unos y los otros obedece a una estrategia confusa, poco clara, propia del lenguaje del hostigamiento político; pero ése es otro campo de juego, tiene otra lógica y otras reglas. Lo que no aparece tan evidente es que el reflejo del nacionalismo sólo se contemple a través de un espejo homogéneo. Es ya hora de reconocer que hay formas diversas de ser nacionalista, que hay opciones políticas diferentes y discursos sociales que, en el mejor de los casos, comparten unos mínimos comunes. No darse cuenta de esto conduce a una conclusión: si al nacionalismo -se dice- le cuesta asumir el pluralismo, algunos de sus críticos no terminan de darse cuenta de que la realidad es tan plural como la que reclaman. El déficit pluralista les pasa factura, al no captar los significados que anidan en él o los espacios y las representaciones sociales que en él coexisten. Por eso es conveniente bajar más al detalle para no dejarse atrapar por los imperativos del discurso políticamente correcto. Del originario paraguas nacionalista hemos pasado a los paraguas.
En el fondo está latente la cuestión de qué es ser nacionalista. Pero, ante este interrogante, la mejor respuesta no es predefinir a priori la respuesta. Tenemos ya ejemplos suficientes de los errores que cometemos cuando imponemos las definiciones al margen de la confrontación con la realidad empírica. Como decía W. Connor, pese al sufijo ismo, el nacionalismo no es sólo una ideología. Las miradas posibles tienen un valor polisémico. Esta cuestión lo que evidencia es que el término tiene múltiples significados posibles para el mismo grupo objetivo de individuos.
Igual de paradójico es ese empeño en negar el carácter democrático del nacionalismo vasco, exigiéndole que no plantee sus objetivos ni sus fines. Pero ¿no habíamos quedado en que vivimos en un Estado democrático? Espero que estos argumentos no concluyan, como decía K. Kraus refiriéndose a la Viena de su tiempo, con la idea de que se ha construido "el laboratorio de investigación para la destrucción del mundo". El riesgo de este cuadro argumentativo es que, cuestionando las metas, termine negando el derecho a tenerlas o, peor aún, acabe expulsando del terreno d e juego, a los reincidentes. Si este caso se da, ¿con qué legitimidad se critica el principio de la exclusión, cuando se practica con destreza y convicción? ¿Cómo, si no, entender el sistemático empeño en trazar fronteras simbólicas internas y mantener -eso sí, denunciando la frontera del otro- la lógica de la exclusión? ¿Qué hay de integrador en esos discursos que niegan el pan y la sal al nacionalismo democrático, haciéndole corresponsable de todos los males? ¿De qué se les acusa: de defender sus intereses o de perseguir sus metas con los medios democráticos en un Estado democrático?
Hay otra tesis que se maneja con profusión. Me refiero a la identificación de la persistencia de la violencia con las actitudes del nacionalismo. Se califica a éste de tibio, ambiguo e incoherente en la denuncia de las consecuencias de la violencia. Entramos aquí en un escenario agotado por la inflación del argumento, como si éste estuviera solidificado, tanto que parece inamovible. El juego de la razón no encuentra el espacio idóneo para que cada cual desempolve su verdad y el debate sea fructífero. Lo que abunda es la incomunicación discursiva, como si- se escribiera, por una parte, para reconocerse y para que le reconozcan en su grupo discursivo, y por otra, para ignorar, cuando no para despreciar, los argumentos del otro. Paradójicamente, el vacío no es porque se hable de este tema, sino por todo lo contrario, por la inflación de la palabra y de la escritura, amén de la acción que lleva a cabo el discurso políticamente correcto, difícil de transgredir y todavía más de contrarrestar. La consecuencia es que la discusión no se abre paso para conseguir el entendimiento, aunque sea discrepando, sino para negar al otro. El otro es el espejo donde se refleja la bondad de las propias propuestas.
En este juego narcisista, nadie tiene la llave maestra del laberinto de la verdad, aunque algunos se empeñen en desmentimos. El laberinto no es la imagen de lo incomprensible, sino de lo complejo y de la búsqueda de la salida y del, análisis de la situación. El laberinto no es el refugio, ni es el espacio para encerrarse, sino el lugar donde encontrar la solución a los enigmas. La pregunta no es sobre las condiciones del laberinto, sino ¿cómo salimos de él? En respuesta a este interrogante es donde se produce el juego de las propuestas y de las contrapropuestas, porque preguntas hay muchas. Veamos algunas: ¿desde dónde encarar el fenómeno de la violencia?, ¿cómo terminar con esa lacra?, ¿cuáles son los ritmos de las soluciones?, ¿qué relación hay entre la cultura y la política?, ¿cuál es el papel de las representaciones políticas?, ¿cómo puede articularse la sociedad civil vasca?, ¿cómo podemos encarar los proyectos socioculturales de una sociedad sincrética y sometida a un elevado grado de cambio social?, ¿cuáles son los ritmos más adecuados de la euskaldunización?, ¿desde dónde pueden construirse las relaciones con el Estado central?, ¿cuál es el papel del País Vasco en Europa?, ¿qué consecuencias (sociales y económicas) tiene la plena integración en el entramado europeo?, ¿qué características adopta la sociedad postradicional vasca?, ¿cuáles son las consecuencias más significativas de las transformaciones socioeconómicas?, ¿tiene futuro la sociedad del trabajo?, ¿qué futuro tiene el nacionalismo?, ¿qué papel van a desempeñar otras certidumbres ideológicas?
Las aportaciones a este debate es lo que echo de menos en ese tipo de análisis. No nos engañemos, el nacionalismo no es el problema, no es éste la hidra de siete cabezas que impide el debate. ¿No será más bien que detrás de su condena se esconde la debilidad de las propias propuestas? Ya sé que las soluciones nunca son puras ni ideales; tampoco son el producto de laboratorios, por muy inteligentes que sean los ingenieros de la política. Las soluciones, en gran parte, están construidas sobre la marcha y sobre los éxitos parciales que puedan alcanzarse. Cabe aquí hacerse una pregunta, para mí, fundamental en toda la argumentación: ¿hasta dónde estamos dispuestos a llegar?, o ¿cuáles son los límites que no podemos traspasar? Uno de los dilemas que atraviesa la sociedad vasca es el desconocimiento de la respuesta que se dé a esta pregunta. El punto de encuentro de este interrogante es el territorio del debate. No basta con culpar al nacionalismo de todo lo que ocurre. Entre otras razones, porque estos argumentos son insuficientes y, sobre todo, porque ¿realmente contribuyen a mejorar la situación en el País Vasco? Es decir, ¿son eficaces para alcanzar los objetivos deseados?
El camino que se elija delimita, con precisión, un concepto de la responsabilidad. No se pueden mantener los objetivos de la argumentación desde una idea de la responsabilidad que se limite a señalar que uno sólo es responsable de sus actos y de las consecuencias de éstos, porque, desde la perspectiva que defiendo, no sólo somos los responsables de lo que hayamos hecho, sino también de lo que no hacemos para impedir que las cosas se deterioren aún más.
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