Defensa no patriótica de la lengua
A Gabriel García MárquezLos días del libro u ocasiones semejantes suelen ser un buen pretexto para exaltar la gloria de la lengua española, esa en la que, al decir de Unamuno, Dios le dio a Cervantes el evangelio del Quijote. Todo eso está muy bien, aunque cuando el personal se pone patriótico el kitsch puede llevársenos a todos por delante. Pero la realidad muestra también otros rostros muy distintos y menos risueños. Por ejemplo, ¿cuántos millones de hispanohablantes son analfabetos?: "Los doscientos millones de pobres, ¿ya se callaron?", decía hace algunos años el desaparecido José María Valverde. Las abundantes bolsas de pobreza y analfabetismo -lo uno apareja lo otro- son un lastre gravísimo para el porvenir del español. En un mundo globalizado, la nuestra es una lengua de desheredados, nos guste o no.
La entidad de un idioma no se mide por el número de sus usuarios. En esta perspectiva, el chino mandarín sería al menos la segunda lengua del mundo y no es así. La talla de una lengua se mide por su presencia en los foros internacionales, en los congresos científicos, en las bibliografías especializadas. Negar que en este aspecto el francés e incluso el alemán están por delante del castellano es negar la evidencia. Incontrastable es el hecho de que el número de mensajes que se emiten hoy en castellano por Internet resulta bajísimo, por debajo no sólo del inglés, sino también del francés. El verdadero problema de fondo del castellano es éste: pese a sus magnitudes, pese a su litera tura, pese o por las hispanidades, sigue siendo una lengua casi regional, que, no obstante, multiplica el número de, sus ha blantes en progresión geométrica. La misma expansión del castellano en Estados Unidos no deja de ser un fenómeno problemático. El spanglish de Nueva York (castellano empedrado de anglicismos) argumenta de" modo inequívoco sobre la situación de diglosia -esto es, de inferioridad de una lengua respecto de otra- que padece la nuestra respecto de la inglesa. Y es en este contexto en el que hay que entender lo que dijo Gabriel García Márquez en el reciente Congreso Internacional de la Lengua Española de Zacatecas al pedir la jubilación de la ortografía, "terror del ser humano desde la cuna". No es la primera vez que se pide esa jubilación en forma de una reforma radical he haga de la ortografía castellana un código donde los signos gráficos representen de modo unívoco a los sonidos y hagan accesible el uso de la lengua escrita a los sectores humildes de la sociedad. Propuestas semejantes no se pueden despachar con la excusa de que se, trata de una provocación o de las ganas de hacerse notar que tiene el "personaje", como no ha dudado, al parecer, en calificar un ya ilustre académico al autor de Cien años de soledad.
La reforma de la ortografía es un asunto enormemente complejo, que tiene difícil solución inmediata y urgente. En el seno de la ortografía académica, dos corrientes vienen combatiendo desde hace siglos: la fonética, esto es, la que pretende reflejar fielmente la lengua hablada (y fonetista era Nebrija) y la etimologista, que procura salvaguardar la memoria histórica de la palabra. Por su origen latino escribimos hombre y por ser fonéticos escribimos basura (del latín versura). El criterio etimologista no explica todas las haches de nuestra ortografía: hueso (del latín ossum) se escribe así por entenderse que el elemento inicial u es una semiconsonante.
A lo cual hay que añadir otra realidad: la existencia de dos normas lingüísticas diferenciadas dentro del castellano: la norma norteña, que, entre otros rasgos distintivos de, tipo fonético, diferencia ese y zeta, y la norma meridional, que no distingue entre esos sonidos y aspira la ese en posición interior e incluso final (Iihto por listo, lah puertah por las puertas). Se trata en el primer caso del seseo (también hay ceceo, esto es, la conversión de eses y zetas en un único sonido zeta). Sólo una exigua minoría del mundo hispanohablante -la castellana, para entendernos- respeta esta distinción, cuyos orígenes históricos se remontan a los comienzos mismos del español de la edad moderna.
Con esto tocamos otro problema de fondo: la unidad del idioma. Esta unidad sólo la proporciona la lengua culta, cuyo instrumento privilegiado es la lengua escrita, que es lo que de verdad une a hispanohablantes muy dispares; por ejemplo, a un santanderino y a un rioplatense. Caso de ser incultos, analfabetos, el santanderino y el rioplatense, es probable que no se entendieran. La unidad ortográfica del idioma afecta además a diversas generaciones a la vez: varias escriben y leen la misma lengua al mismo tiempo. Cualquier reforma ortográfica radical lesionaría los derechos -la memoria visual- de las generaciones adultas.
La ortografía es un hecho convencional -una convención social- como, por lo demás, lo es la lengua misma y lo es, naturalmente, su norma culta, que surge del consenso histórico entre sus usuarios más refinados. Los saltos en el vacío serían muy peligrosos para la unidad de una lengua intercontinental como es el español. Esto es así, sin duda, pero también lo es que el acceso de grandes masas de hablantes a la lengua escrita requiere al menos la simplificación de las actuales reglas, que, en efecto, cabe simplificar, pues las hay verdaderamente absurdas, así como la adopción de reformas ortográficas suaves: ahí están, por ejemplo, las del poeta Juan Ramón Jiménez, que escribía, con toda razón, jente y estraño e incluso eliminó en su última época la hache de la exclamación ¡oh! Y no vale decir que la ortografía española es más fonetista que la inglesa, porque la hegemonía del inglés puede con todo, o que la francesa, pues su número de hablantes nativos es muy inferior al del castellano. Antes de enterrar las "haches rupestres" de García Márquez (que sólo habló de las rupestres), y que habrá que enterrar, hay otros cadáveres gráficos que exigen inmediata sepultura: las innecesarias kas y uves dobles son sólo dos ejemplos menores. Y cuanto antes se les entierre, mejor. La lengua es de todos. También de los analfabetos. García Márquez no ha hablado en vano.
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