El viernes no vuelvo
Me compré un chisme con el que podía oír desde otro teléfono las llamadas grabadas en mi contestador. Los viernes, que comía con mis padres, lo guardaba en el bolsillo al salir de casa y después del café me llamaba a mí mismo. Lo normal es que no tuviera ningún mensaje, pero yo ponía cara de atención mientras hacía garabatos en una agenda pequeña, fingiendo que tomaba notas. Cuando colgaba, mi padre siempre preguntaba lo mismo:-¿Hay algo?
-Una cosa de trabajo. Me tengo que ir corriendo.
Los dos sabíamos que era mentira, pero no habíamos encontrado un modo menos doloroso de que ellos se libraran de mí y yo de ellos antes de que empezara la telenovela, que es cuando más se nota, desde siempre, que no tenemos nada que decirnos.
Al poco descubrí en el chisme un botón que al oprimirlo permitía escuchar el sonido ambiente de tu casa vacía. Se trata de un servicio un poco siniestro, pues no hay nada más triste que el aliento de un dormitorio deshabitado, sobre todo si es el tuyo. Dan ganas de volver corriendo a casa para encender la tele, enchufar el tocadiscos y abrir la ducha, todo a la vez.
Un viernes, al salir, dejé encendida la radio de la mesilla de noche, y luego, al telefonear desde el salón de mis padres, emitían un programa de salud. Fingí tomar notas.
-¿Había algo? -preguntó mi padre.
-Han operado a mi jefe de un bulto que tenía en la garganta y tengo que hacerme cargo del despacho.
Salí corriendo, como era habitual, pero me metí en la primera cabina, introduje en la ranura una moneda de 500 y me llamé de nuevo. Continuaban dándole vueltas a la faringitis, pero no sé qué decían, porque acababa de descubrir que era capaz de percibir los ruidos producidos por el negativo de mi cuerpo al otro lado del hilo. Cerré los ojos sin separarme del auricular y me escuché no levantándome de la cama, no cepillándome los dientes, no deambulando de un extremo al otro de la cocina con el dedo en la nariz haciendo cábalas sobre el futuro.
En ese instante se puso en marcha el motor de la nevera, cuyo ruido llegaba limpiamente hasta la cabina, y me di mucha lástima por no haber sido capaz de calzarla para que no me despertara por las noches. Aunque lo cierto es que cuando no me despertaba ella, me despertaba la conciencia, que también está coja.
Hace poco, mis padres decidieron pasar unos días en Alicante y se compraron un contestador dotado de receptor de mensajes a distancia. Mientras observaba sus características y les felicitaba por la adquisición, tomé nota de su clave secreta y el mismo día que partieron telefoneé por la noche a su casa y pulsé la tecla de ambiente. Fue una experiencia rara, semejante a la proporcionada por ese satélite que ha fotografiado el origen del universo: a través del auricular me llegó el silencio del pasillo de mis padres, por el que yo había circulado a gatas y en posición más o menos vertical las madrugadas de la juventud en que me quitaba los zapatos al pasar por delante de su dormitorio. Oí mis pasos y los de mis padres a lo largo de ese pasillo tenebroso y comprendí lo estéril que había sido atravesarlo siempre en dirección contraria a la de ellos.Al cerrar los ojos vi una ranura abierta en la puerta de mi cuarto por la que se colaba el sonido de un lápiz mal afilado arañando sobre un papel áspero las primeras restas de mi vida. De la habitación de matrimonio llegaban los jadeos del origen del universo, pero nunca los había oído con la limpieza de ahora, a través del teléfono.
Me pareció que todo era muy breve, muy pequeño, y decidí que cuando regresaran de Alicante les contaría esta experiencia que contribuiría a unirnos y a evitar que yo, saliera con el café en la garganta cada viernes, como si no tuviéramos nada en común. Pero luego, el primer día que comimos juntos, telefoneé a mi contestador y a continuación dije que tenía que salir corriendo porque acababan de ingresar a mi jefe. Después me metí en la primera cabina e hice como que marcaba un número por miedo a que algún conocido me sorprendiera llorando en mitad de la calle. El viernes próximo no vuelvo. Para qué.
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