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"Máscaras"

El deseo de ser otro y el afán de desaparecer del entorno habitual son sentimientos más extendidos de lo que se piensa. De ahí la orgía y el entusiasmo que, desde los albores de la humanidad, han despertado siempre las fiestas de Carnaval. La máscara, la careta y el disfraz permiten momentáneamente la evanescencia de uno mismo y nuestra conversión en ese otro ser que hubiéramos preferido haber sido, aunque sólo lo defina la caricatura que es el disfraz y las risas y aspavientos del disfrazado que goza con esa aproximación a su autenticidad soñada. En España tenemos ejemplos muy actuales de jueces que quisieran ser políticos y periodistas que aspiran a ser jueces. El Carnaval, sin embargo, ha perdido toda su vigencia porque la libertad de costumbres de la civilización moderna ha hecho menos necesario ese tiempo de licencia que permitían las fiestas mayores en aquellas sociedades tan rígidas y coercitivas de antaño.Alberto Schommer, nuestro artista-fotógrafo más intelectual, ha llevado su cámara por los carnavales famosos de Venecia y los ha reflejado en un libro reciente, publicado por la Fundación del Banco Central Hispano, que titula Máscaras. No es la primera vez que Schommer se asoma al tema: una de sus primer, series, en 1985, la dedicó justamente a las máscaras, en las que la luz -el elemento esencial que maneja Schommer- marca los rasgos profundos del modelo, acentuando su tragedia o su desesperación. Las máscaras venecianas son, como es sabido, una creación artística de primer orden, expresivas de esos misteriosos mundos interiores que quedan subrayados por el gesto rígido y el rictus, feroz o amable, de la máscara. A veces basta un antifaz para ocultar el rostro verdadero, que se quitaban un instante las comparsas cuando se cruzaban con nuestro fotógrafo, el cual, -a cara descubierta, parecía querer engañarles con su propia faz. "Yo sonreía", nos cuenta, "aunque la máscara que retrataba fuese horrible: y sonreía, claro, asimismo a la máscara bella", aunque pronto se dio cuenta de que también él llevaba una máscara porque el rostro a veces no es la cara del alma, como se dice, sino máscara de la persona. Cuando se alterna con disfrazados, aunque uno no lo esté, entra en efecto la duda de quién es el auténtico y quién el enmascarado, como se confundían en la vieja comedia de Valentín Andrés Álvarez Tararí los locos y los cuerdos, que la policía no sabía distinguir.

El engaño, la falsificación y la superchería son instrumentos que utilizan muchos desaprensivos para ocultar la verdad de lo que se traen entre manos. Eso mismo hacen, con la sana intención de divertir, el clown, el payaso y el ilusionista. El teatro es el gran taumaturgo al disfrazar al actor de personaje. Aquél, si es buen profesional, se ocultará lo más posible al representar su papel.

La fábula, la leyenda y el cuento son formas de sublimar la realidad ocultando su verdadera condición. Y en definitiva la metáfora que sustituye una realidad por otra imaginada -"el jazmín, ruiseñor de los olores", decía Machado- es el disfraz más ilustre que usan los poetas y los humoristas. Podríamos añadir que la máscara es la gran metáfora de toda la falsificación y la mentira del mundo, porque el hombre, como decía mi amigo el filósofo Manuel Granell, es "el gran falsificador del ser". Quizá por eso, el paradójico Oscar Wilde exclamaba: "¡Dadme una máscara y os diré la verdad!".

La naturaleza practica el mimetismo como medio de defensa o de ataque tomando el color de la hojarasca donde se posa el saurio para cazar la presa descuidada. El camaleón es el gran transformista del mundo animal, símbolo de los humanos que tienen habilidad para cambiar de actitud y de conducta según les convenga. El hombre imita a la naturaleza con el camuflaje de armas y soldados.

El disimulo, el volver la cabeza y el silencio ante un delito evidente son conductas para enmascarar la responsabilidad. Y algunos ilustres literatos, de obra propia muy estimable, han practicado a veces la parodia y el plagio.

Pero puede haber una falsificación más profunda: la de alguna gente que circula por nuestra aldea y no se siente de su tiempo. Unos hubieran preferido nacer antes, quizá porque sintiéndose más afines a aquel pasado podían haber triunfado mejor, en su vida. Otros, por el contrario, sólo sienten el porvenir y se lamentan de un presente mezquino y anticuado.

El libro de Schommer nos hace meditar sobre todo ese mundo del hombre falsificador. Y tiene una virtud añadida: la de tener argumento. Es la historia de una máscara, que se le escapa, vuelve a verla por las calles, los puentes y los campiellos de Venecia, pero a la postre se esfuma, "una máscara de cara blanca que huyó y a la mañana siguiente la encontraron sin vida en una plazuela sin salida".

Alberto Schommer nos deja un testimonio perdurable de esa ciudad única, que es en realidad una isla en la laguna, disfrazada de ciudad y cuyos habitantes se desvanecen como una pavesa cuando intentan salir de ella.

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