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La llama del glaciar

Este arquitecto del frío vio la luz en el calor. A los 27 años, el noruego Sverre Fehn realizó un largo viaje por Marruecos, y en el desierto descubrió la nieve. Había ido al sur en busca del sabor esencial de la construcción vernácula, y aquel invierno en África le abrió los ojos a la luz peculiar del paisaje escandinavo; bajo el sol en llamas y las sombras afiladas del desierto, Fehn descubrió a distancia el árbol y la lluvia, la nieve y la penumbra, los perfiles borrosos y la luz horizontal de su norte nativo. De su estancia en Marruecos regresó con una admiración renovada por la sabiduría elemental de la arquitectura primitiva, y con una conciencia nueva de la singularidad difusa y silenciosa de la atmósfera nórdica. Casi medio siglo después, el premio Pritzker celebra una trayectoria testaruda y lírica que se ha levantado sobre esas dos certezas esenciales: la construcción y el paisaje.Tras dos años en el estudio parisiense de Jean Prouvé, Fehn se estableció definitivamente en Oslo, iniciando una obra rigurosa y poética que se materializaría sobre todo en museos y pabellones de exposición. Su primer proyecto fue precisamente el museo de artesanía de Lillehammer, que terminó de construir en 1956; su primer éxito internacional, el pabellón de Noruega en la Exposición de Bruselas de 1958, demolido tras la feria; y su primera obra maestra, el pabellón nórdico en la Bienal de Venecia, una monumental celosía horizontal de lamas perpendiculares de hormigón, atravesada por los árboles, que filtra la luz violenta del Adriático para crear una penumbra escandinava, y que desde 1962 levanta sus geometrías exactas y leves en los Giardini di Castello.

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A partir de esta fecha, la fulgurante carrera de Fehn se apaga, y los 25 años siguientes son un páramo de logros, sólo aliviado por algunas casas, como la Schreiner de 1963 o la Norrköping de 1964, en las que combina la madera y el paisaje con sensibilidad japonesa; algunos montajes de exposiciones; innumerables proyectos no realizados, y un centro arqueológico, el museo de la catedral de Hedmark, construido de 1967 a 1979 entre las ruinas de una residencia episcopal medieval con la paciencia minuciosa y los detalles manieristas del italiano Scarpa.

Durante esta etapa de sequía, el arquitecto se dedica también a la enseñanza, desde 1971 en Oslo y en los años ochenta en algunas escuelas anglosajonas de vanguardia, como la Architectural Association de Alvin Boyarsky en Londres o la Cooper Union de John Hejduk en Nueva York, que aprecian especialmente el talento poético de sus dibujos y sus escritos.

La obra pintoresca y romántica de Fehn levanta el vuelo en la última década, con la Villa Busk de 1990, una fortaleza doméstica de madera en el paisaje abrupto de un fiordo, y, sobre todo, con su Museo de los Glaciares de 1991, un remoto centro de visitantes para el turismo del hielo, cuya bellamente fotografiada escalera procesional hacia el mirador del glaciar y cuyos interiores teatrales y escultóricos de hormigón y madera devolvieron a su autor a un primer plano que sólo había efímeramente ocupado a principios de los, años sesenta. Tras el éxito de este edificio, Fehn -considerado ya el más importante arquitecto noruego- expuso en las bienales de Venecia en 1992 y 1996; su última obra, el Museo Aukrust en Alvdal, fue finalista del recientemente fallado premio Mies van der Rohe; y la concesión del Premio Pritzker se hace pública pocos días antes de que se inaugure en Vicenza una exposición sobre su trabajo que coincide también con la publicación en Italia de un libro monográfico.

Este reconocimiento tardío de un arquitecto menor -que no han obtenido contemporáneos suyos como el holandés Aldo van Eyck o el danés Jorn Utzon, sin duda más innovadores e influyentes- se debe probablemente a la tenaz adhesión de Fehn a unos principios intelectuales y plásticos que dibujan un trayecto rectilíneo desde el rigor luminoso de sus primeros pabellones en Bruselas y Venecia hasta la geometría lírica de sus últimas obras. Curiosamente arcaizante en su devoción orgánica por los materiales y el lugar, que proviene de las convicciones antropológicas y existenciales de su etapa de formación, Sverre Fehn es un superviviente romántico de la vieja razón moderna. Pero la fidelidad a la construcción y la subordinación al paisaje no excluyen en su obra el humor y la emoción, que arden con una llama silenciosa y lenta bajo la lengua de hielo del glaciar.

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