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Venadeando en Zihua

Abiel, a quien dejamos el otro viernes asomado a una enorme paella aplatanada, tiene 27 años, ocho hermanos ("carnales", nos precisa), aspecto saludable, sólo bebe refrescos, no fuma, pertenece a una rama protestante, no dice groserías al hablar, anda con cuatro novias para ultimadamente ver con cuál, se hizo ingeniero civil (aparejador) en la Ciudad de México y ahora no piensa irse de Zihuatanejo por nada del mundo: "Ni aunque me paguen cuatro veces más". Sabe Abiel que su nombre habla de la bondad divina. Sabe también de Joaquín Sabina: "Y le dieron las dos...". Fue un loco de las motos, hasta que vio que los amigos se le iban por las meras cunetas. Fue boxeador hasta que dejó de verlo claro. Y anda ahora de obra en obra, vigilando la colocación de las vigas o la capa de concreto (en concreto, hormigón). De entrada, Abiel parece tener una tranquila visión tradicional del ir tirando. Luego, a renglón seguido, desconcierta sin irse de la raya. A cada una de sus cuatro novias se lo dijo muy llano desde el principio, que él es así, que no pisa las discotecas, que el Hacedor creó las playas para que los enamorados se paseen descalzos sobre la arena.Cuando, en alguna obra en construcción,se clava una varilla de metal hasta el hueso, Abiel no va al doctor a que le dé puntos; deja que su mamá le eche petróleo sobre la herida, mano de santo,que todo desgarrón cicatriza.

Al pacífico y bondadoso Abiel le da por la velocidad, con una sola mano sobre el volante del carro. La otra es para sacarla por la ventanilla para explicarnos cómo saltan en el aire algunos peces cuando acabas de darles `alcance. A Abiel le encanta pescar y no ignora que a veces se le queda el brazo como apuntado, durante varios días, cuando una buena pieza va y se suelta. Se fija Abiel en ciertas nubes casi transparentes, con surcos o escalones cóncavos. Sigue con las manos lo que se canta: "Quisiera / que tú quisieras...". Se refiere a menudo a la injusticia de los gringos para con los de abajo. ¿Qué más? Abiel está orgulloso recorre el antebrazo que va al volante con varios dedos de la mano suelta del color negro de su piel curtida. En cambio, la piel de las chavitas güeras le produce el mismo repelús que cuando pela un plátano y ve esa piel, tan así, por dentro. Pero tampoco traga con el color negro del africano, pues eso ya no es negro, mi hermano, eso ya es que azulea, ¿verdad?

Como no fuma ni bebe, ni dice groserías, sus amigos le hablan precisamente de eso. Él alega que ya probó una vez las dos primeras cosas, que se acuerda del mareo del humo y de lo amargo de la cerveza. Alguien insiste: "Eso siempre pasa al principio". Y él: "Pues no, que yo besé a una chava por vez primera y a nada de eso a mí me supo, caray". Así se pasa el rato, entre zanates y palmeras.

Ya avanzada la noche, bajo un cielo estrellado, confiesa Abiel que lo que más le apasiona en esta vida es ir de venadeo. Hay que subir al cerro de día para reconocer el terreno, descubrir las huellas y, sobre todo, orientarse con las serpientes: "Pueden ser jovencitas, pero ya te ahogan". Durante toda la noche, va en busca del venado. Alguien, apresurado, pregunta: "Y, cuando lo has cazado, ¿qué haces con tanta carne?".' Abiel responde como en los cuentos: "Todo venado es chiquito cuando se tienen muchos amigos". Pero vuelve a lo suyo, porque él no venadea por venadear, sino por encontrarse, de improviso, con una luz blanquísima.

Sostiene Abiel que de todos los animales sale una luz rojiza. De todos, menos del venado. Iluminas, apuntas y, !zas!, brota una luz muy blanca de los ojos absortos del venado, una luz tan 'blanca que casi te hipnotiza, te hace dudar, ponerte de su parte: "No hay nada tan hermoso como la luz blanquísima del venado". Nos mira Abiel con ojos de haberla visto. Y después se lamenta en voz baja: "Es una lástima que el hombre sea el único animal sin luz propia, ni rojiza, ni blanca, ni nada. ¿Se dio usted cuenta antes?"

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