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El olvido de Bach

Hace poco, un renombrado músico dijo a un periódico que dentro de tres décadas nadie recordará a Bach. Y puesto que apunta al padre, nada impide ensanchar su desatino a hijos como Beethoven, aunque quizá su Himno a la alegría se salve de la desmemoria gracias a los políticos que pusieron la huella dactilar de su pezuña en el papel que lo degradó a himno de Europa, a no ser que entonces Europa esté como Bach, también olvidada, que es más probable.En la calavera de la modernez, la única memoria que anida es la del olvido, y altera sus oquedades que un sujeto de hace tres siglos siga inventando música de ahora. Una necia entronización de lo efímero se extiende como la peste, de modo que casi todos los negocios artísticos boyantes, comenzando por los del cine, son factorías de cosas con fecha de caducidad prefijada. Pero se abre cada día más la rendija de ese casi y por ella fluyen y retornan a la pantalla las viejas verdades resistentes al olvido, que son las únicas que conciernen al arte. Alimenta a éste la pasión de recordar (es decir: de dar cuerpo de realidad a lo que no ocurre), pero cuando a veces desciende a lo que ocurre y se hace suceso, echa por los suelos todas las entronizaciones de lo efímero, los olvidos de Bach.

Desde hace décadas, los fabricantes de cine de California prohiben a los guionistas acudir a la memoria para hacer su trabajo, y ahora se dan cuenta de que las películas derivadas de ese su mandato hacen aguas prematuras, como un mal parto o el Titanic que sus estudios están preparando y que les sale más caro que todo el cine español en cinco años. Que Hollywood boquea indicios de naufragio es un secreto a voces, pues hace poco su Academia se lo restregó en el hocico, cuando los miembros de la cofradía del naufragio informático se agarraron a la tabla de salvación de cuatro películas ajenas atestadas de vieja y elocuente memoria, mientras echaban en el saco roto de la caducidad una sandez suya repleta de mudo olvido.

En la aldea del cine español hay también mendrugos que nos quieren hacer tragar la patraña de que hay cosas que se llevan, y ordenan atenerse a ellas a la hora de idear películas para la gente de este país y este tiempo olvidadizos. Pero ésa su llamada a lo que se lleva comienza a resultarles demasiadas veces ruinosa o, en el mejor de los casos, de rentabilidad malamente alimenticia. Y reconforta enterarse de que, por debajo de las moquetas donde pisotean el honor del cine estos abastecedores de lo inerte, emergen sin hacer ruido otras gentes que vuelan haciendo lo contrario y excavan pozos en busca de lo que sigue tercamente vivo desde hace siglos o milenios.

Ésta es, para entendernos, la impagable batería de pequeños recios números redondos en que se resume la todavía cortísima andadura comercial de una película-filigrana, bordada con la quintaesencia de una inagotable pasión de recordar: Secretos del corazón, que, en sólo tres semanas y nada más que nueve copias estrenadas en cuatro ciudades, ha recaudado alrededor de cuarenta millones de pesetas, lo que convierte a la productividad de este elegante y conmovedor ejercicio de pura memoria en la más alta cifra actual del negocio del cine en España, lo que suena a bofetada en el hocico de los profetas del olvido de Bach.

Algo está cambiando en mucha gente, y sus divertidores no se enteran. Olvidar es hoy más que indicio de pereza mental y moral. Al adquirir proporciones de rasgo de pertenencia a un estilo de vivir se ha convertido en ideología, y no hace falta añadir que ideología de la caverna. De ahí que construir cine con la memoria exaltada y el filo del recuerdo desnudo recupere el sabor de lo que antes llamábamos subversión, pues lo subvertido era (y sigue siendo) rebuzno o bostezo de lo efímero, de lo que pasa y no deja huella. Recordar se hace así acariciar la libertad, y es esa caricia lo que eleva a las calles la introspección subterránea de donde emerge Secretos del corazón, nuevo capítulo de la vieja música de la inextinguible memoria de Bach.

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