El metro ilustrado
La Ciudad Universitaria de Madrid se gestó como envenenado regalo de cumpleaños para celebrar las bodas de plata de Alfonso XIII con la monarquía. La modélica institución (la universidad, no la monarquía) se ubicó a las afueras de la urbe, entre otras cosas, para evitar que las frecuentes e imprescindibles algaradas de los estudiantes rebeldes perturbasen la vida cotidiana y muelle de los pacíficos y conformistas, habitantes de la capital, para que los virus de la rebelión juvenil e ilustrada no contaminasen el orden público y la rutina funcionarial de la ciudad alegre y confiada.Hoy, cuando no parecen imprescindibles tales precauciones, el Metro ha llegado al corazón de la Ciudad Universitaria, a la plaza de Ramón y Cajal que delimitan las facultades de Medicina y de Farmacia. La renovada plaza tiene su centro en el emblemático y ambiguo monumento a los portadores de la antorcha, donación de su autora Anna Hyatt Huntigton a la universidad, madrileña en los años de la posguerra.
El grisáceo grupo escultórico congela el instante en el que un esforzado jinete recoge la antorcha de un portador pedestre y agotado, una metáfora un tanto pedestre también en el sórdido ámbito de la universidad franquista donde las antorchas del progreso se extinguían por prescripción gubernativa y eran perseguidos los que osaban levantarlas del suelo.
Bendición real
La Ciudad Universitaria que contaba con la bendición y el patronazgo real desde 1927, comenzó a edificarse en 1929 según los planes y los planos del arquitecto Modesto López Otero. Pese a su filiación monárquica el proyecto fue notablemente impulsado por la República y estaba casi terminado cuando estalló la guerra civil que convirtió los edificios destinados al estudio de las ciencias y de las letras en barricadas, y fortificaciones durante una de las batallas más cruentas y prolongadas de la contienda.Reconstruida en la posguerra la Ciudad Universitaria, y en particular esta plaza que nos ocupa siguieron siendo escenario y paisaje de la rebelión y de la represión en innumerables e innominadas revueltas estudiantiles.
Las nuevas instalaciones de Metro evocan, quizá sin pretenderlo, el clima bélico de la plaza de Ramón y Cajal, un parapeto de vidrio reforzado y de cemento rodea una burda casamata que da cobijo a un misterioso ascensor con puertas de acero, y diseminados por los jardines adyacentes emergen enigmáticos bloques de piedra, privilegiados receptáculos de todas las pintadas, de los grafitos que dan cuenta de la guerra ideológica que se cuece entre estos muros.
Una guerra mural en la que los principales bandos en conflicto se sitúan en los dos extremos del arco político. "Anarquista", puede leerse en una inscripción, "es el que ve lo que ve y no lo que es costumbre que se vea y lo razona". Una reflexión inusual en un marco mas propicio a la consigna o la denuncia que al pensamiento.
Si las pintadas murales expresan una dicotomía sin matices, los pasquines, carteles, octavillas, pegatinas, y demás reclamos adheridos a paredes, tablones de anuncios, farolas o columnas, ofrecen desideologizadas y lúdicas opciones, etílicas, turísticas, deportivas o culturales -con alguna llamada a la solidaridad entreverada en el mare mágnum. "Sangriadas" con barra libre y otras convocatorias etílico-festivas organizadas por alumnos de diferentes escuelas y facultades comparten protagonismo con múltiples ofertas para esquiar sin tasa en los Alpes suizos o en el Pirineo de Lérida.
El Metro ha venido a reforzar el protagonismo de esta plaza crucial en la vida universitaria madrileña. Una plaza que preside la mole horizontal de la Facultad de Medicina, triplicada en un conjunto de bloques de ladrillo visto que se airean en clásicos y severos peristilos.
El conjunto conjuga la sobriedad exterior con una compleja distribución interior ideada a la medida de las necesidades docentes. La obra y su reconstrucción posbélica se deben al arquitecto Miguel de los Santos Nicolás, vinculado al proyecto desde sus albores en 1928.
En una zona ajardinada colindante a la Facultad de Medicina se levanta un escueto monumento a Severo Ochoa, un chafarrinón que plasma el perfil del sabio y que firma el escultor Víctor Ochoa, su descendiente. La primavera adelantada propicia la invasión de los parterres, en las parcelas de césped se multiplican los grupos de estudiantes que repasan apuntes, barajan naipes, dormitan al sol de media tarde o retozan amorosamente sobre la hierba.
En la populosa cafetería de la Facultad de Medicina hay reclamos que ofrecen un mini de cerveza y una ración de patatas bravas por 500 pesetas. En la cafetería de la Facultad de Medicina la proporción de varones y hembras se decanta con prístina claridad hacia ellas.. En la cafetería, mucho más tranquila, de la Facultad de Farmacia la representación femenina es aún mayor. En la cafetería de Medicina las máquinas expendedoras de cigarrillos trabajan a pleno rendimiento y nadie parece hacer mucho caso a los tunos de paisano que tratan en vano de hacerse oír sobre el rumor de las conversaciones que retumba contra los académicos y contundentes muros de la vieja facultad.
Vestimenta informal
La vestimenta informal, el talante relajado y la fraternal promiscuidad que alegran estos pasillos contrasta con la masculina y fúnebre severidad de un cuadro de gran formato que languidece en un rincón del vestíbulo y en él que posan una docena de enlutados y circunspectos caballeros que se agrupan alrededor de un macilento cadáver escuchando reverencialmente las explicaciones del maestro. Una interpretación moderna tendría que situar en un cenáculo, semejante al menos un 50% de féminas, todo lo circunspectas y enlutadas que la ocasión requiera.La plaza de Ramón y Cajal, resumen y pulmón de la Ciudad Universitaria, respira con los vientos de Guadarrama que contrarrestan los malos humos de la ciudad que queda del otro lado del improcedente y superfluo Arco del Triunfo.
La dignidad de sus geométricos y funcionales edificios se sobrepone e impone a las chapuzas metropolitanas y urbanísticas, como ese paso subterráneo cegado cuyas improductivas fauces de cemento acumulan suciedad y respaldan pintadas y carteles. Junto a la plaza de Ramón y Cajal, un terreno baldío ocupado por las malas hierbas y los arbustos asilvestrados se prepara para ser, así lo indican las señales, el jardín botánico de la Ciudad Universitaria, territorio nunca neutral en las fronteras de la urbe.
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