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La paradoja insoportable

Joaquín Estefanía

Europa busca nuevas señas de identidad, en medio de una crisis de valores culturales muy significativa. Hay entre los ciudadanos la sensación de que el modelo anglosajón, que hoy es hegemónico, es incompatible con la noción de una Europa próspera y justa con la que soñaron los padres fundadores. Además, conforme avanza dos pasos adelante, uno atrás- la unión económica y monetaria y se vislumbra un horizonte más cargado de sacrificios que el presente, se diluye el modelo social característico del último medio siglo: el final de la edad dorada.En este cuadro se intensifica la confrontación entre las opiniones públicas (y los políticos, que las deben tener más o menos en cuenta si no quieren ser tan sólo influyentes cadáveres) y los técnicos y los empresarios, que piensan de otro modo. Las primeras dicen con nitidez que los europeos no quieren vivir como los norteamericanos, y los últimos califican al capitalismo USA como modelo o, al menos, como fuente de inspiración. Europa es el escenario de una suma de vectores que tiran en distintas direcciones y de cuyo forcejeo tiene que salir la resultante. El propio modelo europeo de democracia está en juego.

La intensidad de las contradicciones presentes no puede sino aumentar. Así emerge la paradoja insoportable: el deslizamiento progresivo de Europa hacia una sociedad como la norteamericana, con unos costes colectivos dignos de la socialdemocracia; es decir, lo mejor de cada casa, lo que no parece posible. El capitalismo USA con tarifa americana, puede ser; la redistribución socialdemócrata europea, también. Pero un modelo USA con los costes suecos o alemanes está inédito.

El espejo norteamericano es, hoy por hoy, difícil de rebatir. Hace unos años se puso de moda hablar del declive económico de Estados Unidos; las empresas de EE UU, se decía, carecían de visión del largo plazo y perdían competitividad a raudales. Ahora está claro que aquello fue sólo una ensoñación de sus competidores; Estados Unidos lleva 71 meses de crecimiento ininterrumpido -rompiendo la teoría clásica de los ciclos económicos-, con aumentos permanentes de la productividad, creación masiva de puestos de trabajo (pleno empleo técnico), baja inflación y empresas cada vez más rentables. El economista-jefe de Clinton, el profesor Joseph Stiglitz, ha defendido esta coyuntura como "la situación ideal, la mejor que se ha conocido en los últimos treinta años".

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¿Por qué no quieren, pues, este modelo los europeos? Por sus desequilibrios sociales. En la cumbre de Davos, el pasado mes de febrero (y más recientemente Soros), personas nada sospechosas de veleidades distributivas se ocuparon de la inquietante profundidad de las desigualdades en América del Norte: dos de cada tres asalariados experimentan una creciente precariedad en sus empleos; los salarios reales de una amplia mayoría de la población están en niveles equivalentes a los de hace veinte años; la adaptación competitiva de la economía norteamericana se ha llevado a cabo mediante una flexibilización de su mercado de trabajo sin parangón en Europa. Veamos algunos de los ejemplos más nítidos expuestos en la ciudad de La montaña mágica: un niño que nace en Harlem tiene una esperanza de vida inferior a la de otro que nace hoy en Bangladesh, y cuenta con menos posibilidades de ir a la escuela a los cinco años que un chaval de Shanghai; un joven negro norteamericano sabe que, a priori, pasará como media más tiempo en la cárcel (donde se encuentra recluido más del 2% de los hombres en edad de trabajar) que en la Universidad. Larry Summers, el número dos del Tesoro americano, declaró a este respecto: "Estados Unidos corre el peligro de dejar de estar unido; la sociedad corre el peligro de explotar".

Este nivel inicuo de desigualdad social representa para los europeos más -según confirman todas las encuestas- que la bondad de la coyuntura americana. Con un cierto nivel de reduccionismo, se puede afirmar que mientras Estados Unidos ha escogido al mismo tiempo el empleo y la pobreza, Europa prefiere más paro, pero también más protección social. La contradicción de formas de vida es explícita si la marca de una civilización humanizada y moderna es, para los europeos, la existencia de un colchón de seguridad estatal que no se contempla en Estados Unidos. Los europeos anteponen su Estado de bienestar -aunque conviva con un crecimiento poco activo, alto paro, empresas en dificultades y recortes de su modelo social- a los niveles de exclusión americanos. Ésta es la elección que se presenta.

Si la globalización va a significar tan sólo la americanización de Europa, crecerán las dificultades políticas en el Viejo Continente. Los dirigentes europeos tienen presiones de sus electorados para que pisen el freno de las dolorosas reformas que están implantando en los últimos meses, y que se harán cotidianas con la activación del pacto de estabilidad, una vez que la moneda única esté en vigor. Ésta es una cara de la realidad, pero la otra es que los empresarios aprietan para que se acelere la importación de los mecanismos más activos del capitalismo del otro lado del océano; hace pocas semanas, Unilever (multinacional angloholandesa de productos de consumo) anunciaba su intención de vender la división de productos químicos especializados, con oficinas en Holanda y Gran Bretaña, mientras multiplicaba sus inversiones en China e India. "Cada vez más, Europa está siendo superada por el resto de los mercados mundiales", afirmaba su presidente, Niall Fitzgerald.

La contradicción se complica todavía si se suman al escenario los aspectos tecnológicos. Este año, Davos estuvo dedicado al capitalismo de las redes de información, y las conclusiones fueron rotundas: existe una supremacía absoluta, un cuasi monopolio, de Estados Unidos en las nuevas tecnologías. El déficit tecnológico de Europa es tan acusado, su falta de formación tan grande, que puede verse superada incluso por los países emergentes. Un patrono muy significativo, Andrew Grove, presidente de Intel -que tiene el 80% del mercado mundial de microprocesadores-, dio los datos del problema: más del 3% de los hogares americanos tienen ya acceso a Internet, dos veces más que Alemania y el Reino Unido y diez veces más que Francia; la subsidiaridad europea en el mercado de las tecnologías no es más que un reflejo de la economía general.

Éste es el reto al que asiste la Europa de fin de siglo. En realidad, en la última década se está dando una convergencia real de los modelos de capitalismo europeo y americano, por la asunción del primero de los conceptos de flexibilidad del último; se observa lo que los competidores hacen mejor para inspirarse en ello. Pero esta convergencia no elimina dos diferencias, que ha descrito el economista francés Jean Paul Fitoussi: la primera, que el crecimiento de la fractura social en Estados Unidos no es tan sólo el fruto indeseado de una política económica, sino que desde la década de los años sesenta se desarrolla en esa zona una literatura importante que hace apología de la desigualdad y contesta los factores de redistribución de la renta y la riqueza. El modelo USA resulta así, cualesquiera que sean las reservas que se puedan tener respecto a su ética, una elección política; en Europa, la falta de cohesión social no es una elección, sino el producto de la impotencia, a veces resignada.

La segunda diferencia está en que en Europa la política económica es pasiva, subordinada siempre a la satisfacción de los criterios de convergencia (déficit, endeudamiento, inflación), sea cual sea la tasa de paro e independientemente de las circunstancias en las que se aplica". En Estados Unidos juega activamente la coyuntura: ¿Se habrían creado tantos puestos de trabajo sin la fuerte bajada de los impuestos en los años ochenta, bajo la Administración de Reagan, o sin la política monetaria expansiva de los años noventa?

La convergencia progresiva de ambos sistemas lleva en Europa a una reducción de los costes laborales, a la liberalización y apertura de sus economías, a recortes de la seguridad social para reducir los déficit públicos y a un crecimiento masivo del desempleo. Sólo nuevas reformas y otros sacrificios permitirán que el paro disminuya y los europeos reencuentren su modelo del siglo XXI. Pero para que los ciudadanos las asuman se necesita un rearme ideológico que incluya el mensaje finalista de hacia dónde va Europa: un nuevo contrato social, que está ausente de los discursos meramente instrumentales de los líderes políticos, y que repele en los de los dirigentes económicos. Hasta ahora, los riesgos estaban acompañados por los innumerables cortafuegos de la democracia social; si estos cortafuegos también desaparecen, en el más genuino estilo norteamericano, los valores culturales de los europeos, profundamente enraizados, obstaculizarán el cambio.

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