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De Palma a Zamora vía Valladolid

El ejercicio del poder ofrece a los partidos numerosas oportunidades para financiarse ilegalmente mediante comisiones clandestinas obtenidas a cambio de la adopción por la Administración municipal, autonómica o central bajo su control de medidas favorables a los donantes (recalificaciones de terrenos, contratas de obras públicas, concesiones de suministros, licencias de juego, etc.). Existen abundantes indicios de que casi todas las formaciones políticas han aprovechado su privilegiado lugar en los centros de decisión para allegar fondos a través de operaciones ilícitas que quebrantan la Ley Electoral de 1985 y la Ley de Financiación de los Partidos de 1987 y que incurren en las figuras delictivas del cohecho y de la extorsión.Antonio Maura definió el caciquismo de la Restauración como un sistema conforme al cual "delincuentes honrados cometían delitos inocentes"; cien años después, los dirigentes de los partidos tienden a justificar la financiación ilegal de sus organizaciones con la coartada de que las comisiones ocultas no van a engrosar sus cuentas corrientes particulares. Sucede, sin embargo, que tales sobornos sirven para pagar los sueldos, gastos de representación, viajes, viviendas y aparato burocrático de esos dirigentes mientras permanecen en la oposición y para sufragar las costosas campañas que les hacen ganar las elecciones y conquistar el poder; de añadidura, el carácter clandestino de la financiación ¡legal de los partidos favorece la proliferación de pícaros que desvían hacia sus propios bolsillos la recaudación obtenida en nombre de unas siglas.

Así pues, la corrupción individual de los militantes que se enriquecen personalmente es inseparable de la corrupción institucional de los partidos que se financian mediante el tráfico de influencias: las fronteras entre lo público y lo privado terminan por desvanecerse. La financiación ilegal de los partidos políticos es una práctica habitual en, los países democráticos (como demuestran los recientes escándalos surgidos en Italia, Alemania, Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos) y constituye un fenómeno transversal que recorre todas las ideologías y siglas. La extensión de esa nociva patología suele ser directamente proporcional al espacio de poder ocupado por cada partido: resulta lógico que la visibilidad de sus desafueros aumente cuando acumulan el gobierno central, regional y municipal.

Era inevitable, por lo tanto, que los éxitos electorales en 1995 y 1996 del PP (al frente ahora del Ejecutivo, de diez comunidades autónomas y de la gran mayoría de las capitales provinciales) dirigiesen los focos de la atención pública, concentrados durante las anteriores legislaturas sobre el caso Filesa y otras operaciones de financiación ilegal del PSOE, hacia las zonas opacas y las líneas de sombra de los populares. Sobreseído el caso Naseiro en Valencia por defectos procesales y condenados ya por sentencia firme los responsables del caso Hormaechea en Cantabria, del caso Peña en Burgos y del caso Pérez Villar en León, el PP afronta ahora el caso Sóller (que sentará en el banquillo a Gabriel Cañellas, ex presidente de Baleares), el caso Zamora (fruto de las denuncias contra altos cargos populares de la Diputación entre 1987 y 1991) y el caso Tecnomedia (relacionado con las actuación del actual Secretario de Estado de Comunicación, Miguel Angel Rodríguez, cuando era portavoz de la Junta de Castilla y León en Valladolid). Pero los mohínes de doncella ofendida con que el presidente Aznar replicó la semana pasada en el Congreso a una pregunta referida al caso Zamora muestra que el PP no ha aprendido nada de los errores cometidos por el PSOE al no distinguir entre la corrupción institucional de los partidos (con la inevitable secuela de la picaresca individual de algunos militantes) y la honradez personal de sus dirigentes.

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