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EL TRIUNFO DE LOS INDEPENDIENTES

Tierra de faraones

El 'glamour' de la gran gala de los Oscar fue, una vez más, fiel a sí mismo

Como suele decirse: la ceremonia es demasiado larga, los chistes no siempre afortunados, el ballet más bien mediocre, y las pausas para la publicidad, excesivas y tediosas. Pero algo es cierto: millones de telespectadores seguimos en directo la ceremonia de entrega -los españoles, a través de Canal +, con los imprescindibles y cercanos Ana García Siñeriz y Jaume Figueras como anfitriones-, y la única explicación es que la gala nunca defrauda, porque ofrece exactamente aquello que esperamos encontrar. Es decir, todas las mentiras y ninguna sorpresa. Ni siquiera en esta su 69ª edición, con candidaturas que sorprendían por su calidad, ni siquiera con el exceso de ¿intelectuales? asistentes y premiados, ha perdido la madre de todas las fiestas del cine sus previsibles alicientes, y se ha mostrado, como cada año, admirablemente fiel a sí misma. Hollywood reproduce siempre la hipocresía de turno en Estados Unidos, y ésta es la era del segundo mandato Clinton, a tope en exaltación de la tríada familia (aunque esté desunida), municipio (el de Beverly Hills, con aspecto de Casa de la Pradera, y entrañas de carroña con verjas electrificadas) y sindicato único (todas las etnias unidas e igualadas por el milagro, ay, del lenguaje, y no de la justicia políticamente correctos).

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El guión del que se sirvió Billy Crystal le sacó punta -como siempre- a la paradójica situación: "A este paso, esto va a ser un negocio de importación de oscars", dijo. Por cierto, excelente la entrada de Crystal, ya muy suelto en su quinta actuación como presentador, en especial cuando, en el ágil montaje, le promete volver a rescatarla a una Kristin Scott Thomas que sobrellevará la espera leyendo su antología de chistes, deparándole una agonía mucho más cruel que la que le proporciona Ralph Fiennes, en El paciente inglés, al dejarle a Herodoto. Crystal ha aprendido, por fin, que lo mejor es un buen arranque, seguido de un aliño rápido.

Como decía, hay unas cuantas cosas que nunca faltan en una gala de los Oscar que se precie. Por ejemplo, las comadres de las televisiones norteamericanas que asaltan a las estrellas sobre la alfombra roja, sometiéndolas a estúpidas preguntas de la superdiva Barbara Walters a las Campos de allá, Joan Rivers y su hija Melissa, las temáticas son tan banales que no es extraño que alguien como Susan Sarandon -su compañero sentimental, Tim Robbins, sigue en la edad del desarrollo: parece una estatua gigantesca del tío Oscar- se enrolle cual feliz persiana con la bien preparada García Siñeriz. Ralph Fiennes, que fue injustamente derrotado por Geoffrey Rush -que hace el típico papel que encanta a la Academia, de pianista handicapado, real como la vida misma, que vence al destino-, se tomó las preguntas de mamá Rivers a cachondeo y aprovechó las cámaras para saludar a los papás de su agente, una dama "que se parte el pecho trabajando para mí", y le prometió a ella unas vacaciones, si ganaba el Oscar. No pudo ser,- pero tanto el protagonista de El paciente inglés, 35 años, como su novia, la guapetona Francesca Annis, de 52 años -fue la lady Macbeth de Polanski, hace sus décadas-, se tomaron con melancólica flema el fracaso y él, al final, saludó de nuevo, mediante tarjetón, pero esta vez a sus compañeros teatrales: "Hello, Ivanov Babes", y un corazón dibuja do al lado. Tengo información de primera mano acerca de que este hombre es un amor: el escritor Ariel Dorfman, que acaba de presentar en España su novela Konfidenz, fue a verle al teatro londinense en donde representa con gran éxito la obra de Chéjov, y luego cenó con él.

Otro tópico anhelado y siempre repetido es el desfile de modelos, tanto de ellas como de ellos. En esta edición, las damas oscilaron entre el macramé crema ceñido de Mira Sorvino; la blonda negra y sin hombros, imitación años cincuenta, que lució Madonna, por delicadeza de Dior; el ganchillo de tapete muy sugerente de la simpática Andy MacDowell, y otros alardes tipo combinación de viuda en edad de merecer, no siempre afortunada. Clásica y elegante hasta la cavidad supraescapular, que tanto excita al paciente inglés, compareció Kristin Scott Thomas, cuya clase y belleza, mezcla de hielo e intensidad, cortan el aliento. Lauren Bacall -que perdió merecidamente, a manos de una Juliette Binoche hermosísima y espectacular, vestida en terciopelo cobre con cuello de madrastra de Blancanieves de quita y pon- iba de negro, sin pendientes y con su hijo, Stephen Bogart, que se largó después de recibir con una mueca el veredicto contrario a mamá: me va a dar la noche, pensó, seguramente. El mal carácter de la viuda de Bogey es legendario. Mención especial para Winona Ryder, que domina la gomina y los modelos años veinte bordados en azabaches con singular maestría para su edad, la criatura. Y para Julie Andrews, más Víctor que Victoria, recién taxidemizada y peinada por el enemigo de las estrellas. La más astuta fue, por supuesto, Cruella Glenn Close, que, al entrar, declaró al billón de telespectadores: "Grazie, signor Armani". O sea, que un día de estos va a recibir al menos, un jamón de Parma. La más apagada fue Barbra Streisand, que se sorbió la bilis cuando cantaron las otras, sobre todo Madonna, pero no tuvo mas remedio que reír cuando Debbie Reynolds la incluyó en el club de las NNA, o No Nominadas Anónimas.

En el capítulo hombres, Kevin Spacey oscureció a todos con su esmoquin-guardapolvos a lo La muerte tenía un precio, también de Armani, con amplias solapas de seda. James Woods', otro malo redundante, se trajo a su madre, consciente de que el apartado progenitoras no puede faltar. Aunque nada pudo igualar el número de Debbie Reynolds -que, en sus tiempos, fue tan mala que consiguió que Hollywood creyera que Elizabeth Taylor era más mala aún- y lo que queda de su hija Carrie Fisher -coguionista de la ceremonia- después de haber pasado por sus manos.

Los restantes capítulos fueron sucediéndose convenientemente. La nota emotiva -con ovaciones de todos en pie, etcétera- tuvo tres partes, a saber: la entrega del premio Irving Thalberg al productor Saul Zaentz, fascinante superviviente de la raza de los hombres de cine como ya no quedan, por toda una vida de pasión por su oficio; y la inesperada aparición de David Helfgott, el pianista que superó la fatalidad y dio origen a Shine, y a que el concierto número 3 de Rachmaninoff se venda en EE UU, a raíz de la película, tanto como el año pasado dejó de comerse carne de cerdo a causa de Babe. Lo más impresionante, con todo, fue el momento en que el gigante del boxeo y de la vida Cassius Clay subió al escenario para recibir una tremenda ovación, junto con los autores del documental When we were kings. Allí arriba, con su parkinson, su negrura y su pasado de rebelde con causa, quizá recordó con amargura los tiempos, en que mucha de la gente que ahora le aplaudía le escupía en la cara. O quizá no. La memoria es, a veces, así de benevolente. Como Hollywood.

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