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De qué va la CIG

Andrés Ortega

Las cartas están repartidas. Todo el mundo en la mesa sabe a qué se juega y lo que está en juego. Poco a poco la llamada Conferencia Intergubernamental (CIG) para la reforma del Tratado de Maastricht se va calentando. Pero no hay aún apuestas, ni ha habido descartes de tal modo que se pueda acabar la partida en Amsterdam en junio o poco después. Los que parecen no entender nada son los mirones, es decir, la inmensa mayoría de la población que se pregunta ¿de qué va la CIG? Pues bien, la CIG va, fundamentalmente, de cinco cosas.1. De establecer una unión política -no suficientemente lograda con Maastricht- para arropar a la unión económica y monetaria. Pero hay pocas ganas de integración, de ampliar el campo de las decisiones por mayoría, o de otras medidas de soberanía compartida. Ya lo ha dicho Francia: la integración ha ido lo suficientemente lejos. De esto se habla poco en la CIG, pero mucho en los debates sobre la moneda; por ejemplo, con la decisión sobre el informal pero muy ministerial Consejo de Estabilidad pactado entre París y Bonn.

2. De transformar unas instituciones para que, pensadas inicialmente para seis, funcionen en una Unión Europea ampliada a 20 o más Estados. Se trata de redefinir el peso de cada institución y de cada Estado (votos, capacidad de bloqueo junto a otros, número de comisarios y su función, etcétera). Es el debate esencial y definitorio de la relación entre la UE y los Estados -y entre estos últimos-, en el que España tiene mucho, muchísimo, en juego. Probablemente cuestión tan mayúscula no se cierra hasta los últimos cinco minutos de la CIG. Pero la falta de ambición en este nuevo reparto de comodines puede conducir a la necesidad de una nueva CIG dentro de unos años, limitando la actual a, simplemente, lo menos difícil. O acaso esconde una intención de ampliar la UE al menor número de Estados, al menos en una primera etapa.

3. De prevenirse contra la ampliación y contra los más reticentes hacia la integración europea, como el Reino Unido, pero también contra los nuevos candidatos que acaban de recuperar su libertad nacional y no van a ser, por tanto, los más entusiastas supranacionalistas. Se busca así permitir que si unos quieren avanzar más que otros en la integración -sin poner en peligro el edificio común- lo hagan. Llámese flexibilidad o cooperación reforzada, es probablemente la única manera de asegurar que una UE cada vez más amplia conserve una finalidad política. Lo que, guste o no, lleva a tener que plantear la cuestión del núcleo, o directorio. Es decir, de que linos pocos, pero de peso, lleven la voz cantante. ¿Estará España entre ellos? Dependerá en buena parte de su compromiso general y de su enfoque general europeo.

4. De facilitar que la UE actúe en el mundo. El fin de la guerra fría y del Tratado de Maastricht han tenido como efecto que en buena parte desaparecieran las políticas exteriores independientes de los Estados miembros, sin que surgiera en su lugar una auténtica política exterior europea, como se ve en Albania. Aunque pueda contribuir a crear unos instrumentos comunes que faltan, ésta no es cuestión que resolverá un nuevo tratado, sino que falta una voluntad política, hasta el momento muy parca.

5. De evitar que la desaparición de las fronteras internas en la UE la aprovechen los delincuentes, ya sean terroristas, narcotraficantes o de otra calaña. Para ello, la CIG intenta crear, junto a un espacio de libertad interna, un espacio judicial común, lo que requiere afinar no sólo los instrumentos, sino también acercar lo que son distintas culturas jurídicas y policiales.

En este intento de reformar la UE falta ambición, y desde luego visión, que contrasta con la que presidió, hace ahora 40 años, el Tratado de Roma. La carencia de nuevas inspiraciones queda claramente de relieve. Y es que, además de desganados, los europeos estamos enfrascados en la moneda única, un proyecto más importante que el de una CIG que ha llegado demasiado pronto.

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