Autonomía universitaria y servicio público
El autor expone que nada deslegitima más la autonomía que su práctica patrimonialista
Cumplimos una década de la sentencia del Tribunal Constitucional 26/1987, decisiva para la autonomía y el gobierno de las universidades públicas. Declaraba constitucional el título preliminar de la Ley de Reforma Universitaria (LRU), que trata de regular el "derecho fundamental" de la autonomía universitaria. Además la fundaba en su relación con la libertad académica: autonomía como dimensión institucional de la libertad académica. De ahí que se declarara cada universidad como sujeto de la autonomía y, dentro de ella, la "comunidad universitaria". La universidad sería espacio de libertad docente e investigadora como garantía de sus funciones académicas.Aquella sentencia rechazaba que el Consejo Social contara con atribuciones en lo "estrictamente académico", núcleo de la autonomía. Pero aceptaba la integración de instancias sociales a través de él en el gobierno universitario y no cuestionaba las competencias del Consejo sobre presupuestos, programación y supervisión de actividades económicas y servicios. Lo que es bien paradójico. Pues, ¿cómo puede el Consejo Social ejercer estas funciones sin condicionar y regular significativamente la actividad académica?
En el debate parlamentario de la LRU ya había quedado patente que el riesgo de la autonomía era su práctica patrimonialista y corporativa. Y para evitarlo, el Parlamento optó por un modelo de integración de instancias externas en el gobierno universitario. El Constitucional al reconocer el Consejo Social, corrobora este modelo, pero con ambigüedades. ¿No se hubieran evitado éstas si más allá de la indiscutible libertad académica se hubieran tenido en cuenta otros principios constitucionales como cofundantes de la autonomía? ¿Era entonces consciente el Constitucional del volumen de recursos públicos que podrían llegar a las universidades, de la creciente sensibilidad social al uso de los impuestos?
Aunque también, ¿son conscientes las administraciones autonómicas de que la autonomía de las universidades y su independencia del poder político es condición necesaria para el desempeño de sus funciones? Y, ¿somos consecuentes los universitarios con lo que ya sabemos: que nada deslegitima más la autonomía universitaria que su práctica corporativa y patrimonialista?
La autonomía universitaria es un concepto histórico que exige una adecuación permanente a la imagen cambiante de la universidad. Tiene un núcleo mínimo, indisponible a la ley y a su encaje en el entramado de los derechos fundamentales y de las competencias de los poderes públicos. Pero también este núcleo se forja históricamente. Aún aceptando que el contenido orgánico de la LRU establezca correctamente los ámbitos tradicionales de la autonomía, su alcance y modulación competencial podrían tener otra regulación constitucional. Lo decisivo es que la autonomía tenga sentido para la conciencia social en cada tiempo y lugar.
El Constitucional, en sentencias posteriores, ha tratado de fundamentar la autonomía entramándola con otros principios constitucionales. Primero, con el de participación democrática y descentralizada en los servicios públicos. La autonomía universitaria sería expresión del pluralismo de los sujetos de la actividad pública en los estados modernos. Y también, al admitir que el Consejo Social es garantía de la autonomía universitaria frente a las administraciones, el Constitucional la relaciona con el principio social en el área de la educación y la investigación. Autonomía universitaria, pues, como concepto socio-funcional, como instrumento del servicio público universitario en interés de toda la sociedad. La universidad es una institución social responsable de un servicio público a los intereses de la sociedad. Por eso no se pueden contraponer participación social en su gobierno con autonomía y libertad académicas, como garantes de ese servicio.
La LRU ha sido un instrumento eficaz de reforma estructural y participativa hacía la autonomía universitaria. Pero ni es una ley de autonomía ni se adecua a la actual realidad de la universidad. La transferencia a las comunidades exige una redistribución competencial, la normativa sobre profesorado hace aguas y los viejos teóricos de la libertad académica no pensaban en las universidades como agentes internacionales ni como lugares de encuentro de adultos ávidos de conocimiento. Cuestiones como éstas se han afrontado o afrontan en Europa. Nuestros políticos no se han de engañar: se les da respuesta desde la potenciación de la autonomía universitaria.
Pero tampoco nos engañemos los universitarios. Para la conciencia social actual, más importante que la autonomía es el fundamento desde donde la practiquemos. Y si para nosotros son irrenunciables los principios de libertad académica y organización según criterios participativo-democráticos, irrenunciable es para la sociedad su tercer principio fundante: la instrumentalidad para el servicio público. La conciencia social aprecia la autonomía, pero exige que el dinero de los contribuyentes y usuarios sea gestionado responsablemente. Por esto, el Consejo Social además de garante de la autonomía universitaria frente a las administraciones también debería serlo frente a posibles comportamientos corporativos y patrimonialistas de la comunidad universitaria.
Otros modelos son posibles, pero en una ley de autonomía universitaria tiene cabida plena el Consejo Social. Sólo que cabe definirlo mejor en composición y funciones, tras una distribución clara de competencias académicas y económicas, pero con finos canales de mediaciones posibilitadoras de resolución de problemas no basada en la jerarquía ni en la acción desde fuera. En todo caso, el Consejo Social no ha de ser un consejo de administración, ni una cámara de segunda lectura ni un patronato. El legislador ha de hacer posible que un modelo de gobierno híbrido sea fecundo.
Pero merece la pena intentarlo. Algo tendrá que ver el Consejo Social con la autonomía universitaria cuando la violación gratuita y flagrante del Gobierno valenciano a la autonomía de la Universidad de Alicante ha estado precedida por el desprecio hacia aquél. En todo caso, frente a ataques tan graves a la autonomía como aquél, los universitarios no hemos de caer en la trampa. En esos casos sobre todo: la autonomía universitaria es el instrumento óptimo del servicio público a la sociedad.
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