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¿Europa contra Rushdie?

España ha planteado la supresión del derecho de asilo en el interior de la Unión para los nacionales comunitarios como un objetivo irrenunciable en la reforma del Tratado de Maastricht. El solo hecho de que ésa sea la principal -en realidad, la única- reivindicación española ya deja claro el limitado alcance de su estrategia europea y de su política exterior.Pero esa exigencia es fruto de un consenso político entre las principales fuerzas políticas españolas. Aún más, es una idea apadrinada ya con fuerza por el Gabinete de González, una bandera enarbolada con vehemencia por su entonces ministro de Interior y Justicia, Juan Alberto Belloch. Ha sido, como tantas veces, un consenso fraguado por arriba, sin el mínimo atisbo de debate ciudadano. Eso no es nada nuevo en España. Fue el caso de la adhesión a la entonces Comunidad Europea; la apuesta española por la moneda única; o, más recientemente, la negociación -llamémosla caritativamente así- del Pacto de Estabilidad, un acuerdo de gran trascendecia que va a encorsetar durante lustros la política presupuestaria de todos los Gobiernos de la Unión, presentes y futuros, y que en España se ha acatado sin polémica. Ahora se pretende hacer lo mismo con el derecho de asilo.

¿Acaso preocupa tanto ese asunto a la sociedad civil española? Las encuestas no lo indican así. El último sondeo de opinión de la Comisión Europea revela que, a juicio de los españoles, el principal objetivo a cumplir en la reforma del Tratado de Maastricht es la paz (30%), y el segundo, la lucha contra el desempleo (29%). A mucha distancia figuran los asuntos de protección del ciudadano contra la droga, el crimen y el terrorismo (16%) y el respeto por los derechos humanos (13%). No parece que la supresión del asilo político sea, pues, una preocupación esencial.

Corren malos tiempos para la lírica en España, y si alguien se atreve a defender en público el mantenimiento de la actual legislación sobre el asilo corre el riesgo de que le acusen de colaborar con la estrategia propagandística, de ETA. ¡Nada más y nada menos! Pero si se mantiene el derecho de asilo tal como está, no cambiará casi nada. Ningún español ha disfrutado del estatuto de asilado político desde la adhesión de España a la entonces Comunidad Europea, el 1 de enero de 1986. No se conocen casos de europeos asilados en otro país europeo. Si ese derecho no se utiliza, lo que no significa que no vaya a ser necesario utilizarlo en el futuro, ¿por qué España se empeña en suprimirlo?

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La lógica del Gobierno español es impecable: si en la Unión sólo hay democracias, y en ellas no cabe el delito político, carece de sentido mantener el asilo. En teoría eso es verdad, pero nada garantiza que, aunque todos sea mos demócratas -quizá un poco menos cuando se adhieran los países de Europa del Este, ad vierten organismos internacionales del prestigio de ACNUR o Amnistía Internacional-, pueda seguir habiendo casos individuales de persecución política. El he cho de que una ley parezca innecesaria hoy no es motivo suficiente para suprimirla. También las democracias establecidas son imperfectas.

El objetivo de España es menos federalista: se trata tan sólo de impedir que los simpatizantes o colaboradores de ETA se amparen en peticiones de asilo para hacer propaganda de esa banda terrorista. Pero la ley actual ya impide que los implicados en delitos de sangre obtengan asilo político. Y, aunque es cierto que el detonante del conflicto hispanobelga que desató toda esa polémica fue la aceptación a trámite de una- petición de asilo de dos presuntos colaboradores de ETA, la verdad es que si la banda sacó. algún provecho mediático no fue por el asilo -negado con prontitud-, sino por un vacío legal en la normativa bilateral sobre extradiciones. Un caso gemelo se repite estos días: el conflicto entre los Gobiernos de España y Portugal. Tampoco en esta ocasión el problema es el asilo -que ha sido negado al demandantesino la extradición.

A pesar de que ese vacío legal sobre las extradiciones ya fue cubierto a nivel comunitario -aunque aún no ha entrado en vigor porque no ha sido ratificado por todos los Estados miembros-, España insiste en suprimir el asilo. El Gobierno español olvida que con ello no garantiza que ETA deje de hacer propaganda a su favor en terrenos donde su mensaje puede calar, como una sociedad flamenca, que no conoce nada sobre la España actual y simpatiza utópicamente con las llamadas naciones sin Estado, como el País Vasco o Cataluña, a las que hermana sentimentalmente con Flandes. ¿Vale la pena acabar con el asilo sólo para evitar eso? ¿Es necesario arriesgarse a que paguen justos por pecadores eliminando ese derecho? La negativa de asilo debe aplicarse a los terroristas, quienes con ellos colaboren y quienes les, amparen. Y con toda rotundidad. Pero no a quienes realmente puedan sufrir un día persecución política a causa de los eventuales errores o imperfecciones de nuestras democracias.

En ausencia de asilo político, ¿qué ocurre si un ayuntamiento gobernado por el Frente Nacional de Le Pen declara persona non grata a un ciudadano francés de origen magrebí, por ejemplo? ¿Se va a expulsar a Francia de la Unión de forma cautelar hasta que sus jueces dictaminen la ilegalidad de la medida? ¿Qué ocurriría con una nada descartable persecución de gitanos en una Rumania o una Hungría integradas en la Unión?

Y, paradoja de paradojas, ¿qué sucedería si el Reino Unido decidiera, por las razones que fuere, que ya no puede dar protección a Salman Rushdie y éste pide asilo político en Suecia? Rushdie ostenta la nacionalidad británica. Es un perseguido político, aunque su perseguidor no, sea un Estado comunitario. Si se suprime el asilo, su condición de británico le impediría obtenerlo en otro país de la Unión. Europa tendría que vivir la deshonra de ver cómo Rushdie sí podría obtenerlo en Estados Unidos o en Suiza. Es un ejemplo extremo y si se quiere caricaturesco, desde luego, aunque ya Valle-Inclán detectaba la realidad en los espejos cóncavos y ya algunos diputados locales se inquietan por el coste que el refugio de Rushdie produce a las arcas británicas. Es un ejemplo tan factible, o más, que la posibilidad de que hoy día un español pueda recibir asilo político en otro Estado de la Unión.

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