El color con que se siente, ¡ay!
Se habla mucho de los sabores perdidos, tan castizos, en invisibles campos de batalla. Se habla menos, empero, sobre todo si hablamos de pintura, de la disminución de la importancia de los colores entre lo luminoso y lo compositivo, si así se habla. Reconquistada la claridad, hay cierto pitorreo sobre aquellas épocas, cuando aún no había conceptos ni texturas, que reivindicaron el matiz por la mancha. Se habla hoy mucho más de la luz, circunstancia que engloba y colorea "la difícil sencillez", "la economía de medios", "el regreso al sentido" y "la humildad del artista auténtico" (¡sepulcro blanqueado!); amén de deleitosos acertijos parafilosóficos y trepadores en torno al casi nada del ser sin yo, tan bien disimulado, que abarca lo oriental, lo teutón y la escritura de Balmes. ¡Luz e informáticos! Nuevo color local, mientras que por el norte algunos quieren sacamos los colores nacionales.Es decir, por hablar de algo, que, bajo el predominio de la luz, el colorido se ha pasado de las artes a la vida. Por si acaso, ésta suele tenerlo a raya. Y la vida le da, porque aquí todo pasa del verde al colorado en cuanto te lo dejas decir. Y le decía un poeta de Madrid a otro de León, en París, hace muy pocos años: "¡Qué cielo tan perlado!" Para tener que resignarse con otra idea: "En España decimos panzaburra". Conviene repetirlo, como infiel contraseña, una y mil veces, y hasta mil y una: "En España decimos panzaburra".
¿Por dónde íbamos? Iba yo por aquí cuando me acuerdo de que el otro ya iba por la nieve. El otro es T.E. Lawrence. Y la nieve figura en el libro llamado Los siete pilares de la sabiduría, recién, publicado por Huerga & Fierro Editores. Iba el otro, como decíamos, con su camella (Wodheiha) por la nieve helada cuando se cayeron rodando a un ventisquero de una yarda de profundidad. A la camella, claro, le dio el pasmo y empezó a dar señales de que ella prefería largarse al otro mundo. Entonces Lawrence, todo un sir, superdispuesto a salvarla, se pone a excavar con las manos y con los pies un sendero. Al golpear la dura costra de nieve, el buen amigo de la camella se hacía cortes tremendos en las muñecas y en los tobillos, con lo que allí empezó a sangrar por los codos. Como en aquel instante importaba lo suyo el color, hasta parece que valió la pena sufrir para alcanzar esta jugosa visión: "El camino quedó bordeado 'por cristales de color rosa que parecían pulpa de sandía pálida, muy pálida".
Insertos en la vida corriente, liberados del arte, los colores sitúan sus servicios en la decoración ("el dormitorio me lo pintas siena"), en la moda ("seguirán llevándose los tonos pasteles, con transparencias a lo Juan Ramón"), en la política (a mí tú no me sacas los colores") en lo jurídico ("la Justicia no tiene color") y en la psicología expansiva ("¡Se le ha quedado un color de cara que a mí no me da buena espina!"). Aunque quedan reductos, unos van y otros vienen, aferrados de dicho y hecho a la precisión radical; recuerdo el caso de uno de Los Chunguitos, al preguntarle por su color preferido. Así me respondió: "Amarillo pollito". Eso es apuntar con las tripas y no con la sonrisa cabezona de esos frígidos que hablan de cosas como "cerebro gris" (¿perlado!), título subastable para cualquier facción surrealista.
Todo, por seguir diciendo algo, se ha ido tiñendo de lividez, entre ecologista y mosqueada, tipo Semana Santa, con su gramática parda de no montar el número cuando se desparrama, en camisa ajena, cualquier mancha. "Venga, tío, que no tiene importancia. Yo te la llevo al tinte". Y en ese trajín andamos; con la nieve en Gredos, de acuerdo, y la pista dura, pero sin la camella al lado. Eso sí, todo dios preocupado de qué color traerá el pelo y los ojos la criatura que acabe dando a luz Isabel Sartorius. Tenía, y que ella me comprenda como yo a ella, que salirle mulata. A real expectación, real maravilla. (Y, colorín colorado, este cuento se ha acabado. Pero, ¡ay!, le faltará color).
Babelia
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