Ismael, el húérfano
El muchacho que en el relato de la caza de Moby Dick, la ballena blanca, nos da sólo dos nebulosos indicios de su identidad, uno al comienzo ("llamadme Ismael") y otro al final ("el barco que buscaba a sus hijos perdidos encontró sólo otro huérfano") es depositario de un rasgo extraño y oscuro, pero vigoroso, que les ocurría a la gente de su tiempo, que sigue siendo éste que corre: el sentimiento de orfandad. La exaltación filial de ese tal Ismael ante la presencia de su anciano capitán Acab es concluyente. Hay indicios de que son abundantes (y de que crece sin parar su número) quienes esconden bajo su silencio la perplejidad que les crea la no percepción de raíces que conlleva el sentimiento de orfandad, que es padecido en su forma más aguda -es ésa la pústula en que rascó la pluma de Kafka, hasta hacer saltar la sangre de su Carta al padre- cuando el progenitor todavía vive y su ausencia proviene del exceso de su presencia. El que, sin serlo, se siente huérfano suele dejar ver ésa su busca de raíz de mil maneras; y hay algo en su desconcierto que encuentra un bálsamo en el simple hecho de contarlo o de verlo contado en una pantalla o en un libro, por lo que la orfandad se ha convertido en una mina de relatos filmicos y novelescos.
Hace poco di aquí razón de Shine, que cuenta el caso extremo del pianista David Helfgott. Me sonó este filme a otros ya vistos y busqué en la cartelera los que conectan con él por ese conducto. El número fue tan grueso que el cuáles se convirtió en cuántos: 30 de 76 (más de la tercera parte), lo que inquieta si se repara en el hilo maléfico con que se anuda este extravío. Cito los españoles: Copio un relámpago, Cosas que nunca te dije, Familia, Hola, ¿estás sola? Tesis, Lejos de África, La buena vida y (el mexicano) La mujer del puerto. Siete conexiones con el ataúd flotante que salva la vida al náufrago huérfano Ismael.
Vienen, de lejos y de cerca, filmes sobre el huérfano, el apátrida y otras formas de esta amputación de la identidad. Y llegan escoltados por preguntas, de las que entresaco éstas: ¿por qué persiste la captura emocional de filmes sobre la orfandad -de Lirios rotos y Las dos huerfanitas a Secretos y mentiras y Ladybird, pasando por El hombre tranquilo, El Sur, Paisaje en la niebla, Niños robados e incontables más? ¿Tiene que ver con este atraco a una cantera poética inmortal el salvaje exilio a que nuestra civilización occidental somete al anciano? ¿Por qué sigue siendo consolador el desconsuelo del llanto elegíaco por el padre irreal, soñado en Capitanes intrépidos, Qué verde era mi valle, Matar a un ruiseñor, El último hurra y otras películas que humedecieron los ojos de los pobladores del siglo de las sombras? ¿No crea orfandad huir de la ciudad del padre, contemplarla desde fuera y ver que bajo lo que mostró a su hijo como victoria asoma algo que éste ve como derrota? ¿Es posible encarar serenamente el propio destino sin haberse cobijado en la sombra del padre moribundo?
¿No es Michael Collins rescate del padre de una patria enferma de orfandad? ¿No vi en Luxemburgo reír con saña a unos chicos que leían en una lápida: "A R. Schumann, padre de Europa"? ¿Se chotean quienes dicen que furibundos adolescentes vascos ven en el aire rufianesco de Idígoras y clerical de Erquicia presencias compensadoras de la orfandad que asola su país? ¿Es posible digerir la terca pasión de un pontífice empeñado en disociar (protegido por coartadas semánticas) el disfrute del sexo del azar de la concepción? ¿Puede decirse a un hijo algo más perturbador para él que su padre le engendró sin placer?
Me envían a menudo esbozos o ideas de películas. En los últimos meses recibí ocho o diez. Inicié (lo hago siempre) la lectura de todas y terminé la de tres, pero descubrí que casi la totalidad estaban atrapadas por esta antigua e in definible maraña, de la ausencia del padre, y que en la intención de sus jóvenes autores no hay esto que secretamente cuentan, pero que les sale sin proponérselo. Y esto ya no es pregunta, sino respuesta.
Babelia
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