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Tribuna
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La broma

Tolosa, carnaval. Las charangas desfilan sin interrupción. El hombre llamado Arratibel oscila su batuta. Una máscara se acerca y le pone a ese hombre una pistola en la nuca. Arratibel va a desplomarse. Entre el disparo y la caída pasa el tiempo, un tiempo microscópico, infinitesimal. Pero de una densidad moral suficiente como para que los paisanos opinen: mira qué broma. Los paisanos podían haber opinado de cualquier otra forma, pero han elegido ésta. Una broma. ¿Por qué no iba a serlo? ¿Acaso no se da ese tipo de bromas en carnaval; acaso la muerte no es en febrero una impostación más; acaso al cabo del éxtasis no se acude en procesión grotesca a enterrar un cadáver, el apestoso cadáver... -es broma: ¡sólo una sardina!-, mientras la bruja se levanta incesantemente los refajos y se palpa el agujero negro y sulfuroso, el pan de higos? No se mueva nadie, que es una broma. Y es portentosa la eficacia con que la consigna se extiende: nadie se mueve. Todos sobre aviso. Arratibel, además, colabora: se ha tomado en serio su papel. Admirable Arratibel: tal vez llevase entre la oreja y la nuca uno de esos minúsculos saquitos que usan los actores y que estallan en rojo cuando la ocasión lo requiere. Grande commedia! Las charangas siguen desfilando. Nunca se han interrumpido. Ni aflojar el paso pueden para felicitar al cómico. Ni en broma, interrumpirse. Ni Franco pudo con el macho don carnal vasco. Toda la noche entre cánticos y tambores en Tolosa. Toda la noche encarando la muerte con burlas. La risa que da la sangre. Al alba, Arratibel es poco más que luna máscara arrancada de su rostro. Una serpentina de piel. Un rocío de plomo. Confeti en bombas. Llegan las brigadas del servicio de limpieza y recogen todo eso. Hace frío en Tolosa. Uno de la brigada silba y otro se frota las manos ateridas.

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