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Tribuna:TRAVESÍAS: ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Tribuna
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La incertidumbre

Antonio Muñoz Molina

A media tarde suena el teléfono y las noticias del espanto vuelven a irrumpir en la vida diaria. El timbre del teléfono suena con un sobresalto de alarmas, con una crispación de incertidumbre y de urgencia que recuerda otros tiempos. Uno puede confiarse y creer que la trama de la vida está hecha de seguridades aceptables, y atareado con sus cosas no mira el periódico esa mañana, no enciende la radio, tal vez está embebido leyendo un libro o ha preferido escuchar, en lugar de las noticias, un disco que le gusta mucho, el Concierto para cello número 1 de Shostakóvich, tocado por Mtislav Rostropóvich, que es una música de tal intensidad y dulzura, de tan bruscos arrebatos de dramatismo, que llena la casa y el tiempo y borra del todo los ruidos exteriores. La música tiene un efecto civilizador: ayuda, igual que la literatura, a desatar emociones insospechadas y a sumergirse en honduras temporales acerca de las cuales no sabíamos nada sin ellas, pero a la vez ofrece un perentorio sentido del orden, de la mesura y de los límites que vuelven fértil la experiencia y nos la hacen inteligible sin romper su misterio. Nunca se puede entender del todo la música, del mismo modo que no se puede agotar el sentido de un cuadro o iluminar sin sombras la propia conciencia. La fascinación del descubrimiento y la de la persistencia del enigma son simultáneas: lo que reconocemos al oír de nuevo una música familiar y querida es tan sólo una mitad visible tras la cual se mantiene poderosamente el asombro de lo desconocido. Incluso en lo que creíamos más obvio aparece de pronto la novedad absoluta: pocas canciones parecen ya más sin misterio que aquel Somos novios, de Armando Manzanero. Pero si uno la escucha con el título de It's impossible y cantada en inglés por Carmen McRae, que tiene una voz de imposible aspereza y ternura, la canción, siendo la misma, se nos convierte en otra, nos guarda intacta la conmoción sentimental de siempre y agrega a ella la sutileza quebradiza de una sección rítmica de Jazz.Las canciones viajan de un lado a otro de la música y del mundo, se transfiguran, se mantienen idénticas en cada una de sus metamorfosis más inesperadas. ¿Cabe mayor sorpresa que escuchar la melodía liviana de Tea for two trasladada de Broadway al Leningrado de los años veinte y orquestada con una vehemencia soviética y cubista por el joven Shostakóvich? Oigo distraídamente un disco del trío de Bill Evans y algo que aún no sé identificar llama mi atención, y enseguida me la exige entera: las notas que Bill Evans está insinuando tan delicadamente en el piano, seguido por un bajo y una batería que lo envuelven como una gasa translúcida, pertenecen también a una canción modesta y memorable de Armando Manzanero, Ayer tarde vi llover.

Hay tantas músicas y tantos libros, hacen falta tantas horas de sosiego para disfrutar escuchando y leyendo, para atesorar la compañía de los amigos que a lo mejor, sin darse cuenta, mientras nos hablan de algo en un bar una mañana de domingo, nos están haciendo un regalo sigiloso de felicidad. Se intercambian libros y títulos de canciones como si fueran contraseñas de una gran conspiración en favor de la benevolencia, de una calma activa y despierta que tiene algo de proyecto político, de una instintiva vitalidad civil.

Todo eso es nada, desde luego, y la vida civilizada que uno cree compartir puede ser pulverizada en un segundo, sin que ni las canciones ni los libros ni la ternura de quienes más

queremos sirvan de remedio, y ni siquiera de alivio. Basta el timbre de un teléfono para desbaratarlo todo. Se cierra el libro, dejando una señal en la página donde ha quedado la lectura, se baja el volumen de la música, y al oír una voz en el teléfono parece que se ha regresado a otro tiempo lejano, el de la incertidumbre sin sosiego, el del pavor de cada día, de cada noche. El sonido de los teléfonos concuerda con el de las sirenas y el de los disparos. Mientras nosotros no escuchábamos la radio ni veíamos la televisión, un hombre que vivía tan atareado como nosotros mismos en sus cosas, que caminaba por la acera e iba sacando el llavero para abrir el portal de su casa, ha sido asesinado de un tiro en la cabeza. A las siete y cuarto de la mañana, otro hombre, un peluquero que acudía a su trabajo, murió sin llegar quizá a darse cuenta de que había madrugado para llegar a tiempo a la trampa tendida por sus asesinos. Quién sabe lo que estará ocurriendo ahora mismo, mientras yo escribo esto, en una mañana de febrero y de sol en la que me parece, si me levanto para estirar las piernas y descansar los ojos y me asomo al balcón, que la vida de la ciudad se rige a pesar de todo por unos cuantos principios razonables, que la normalidad de la gente a la que veo cruzando un semáforo, entrando en un bar, deteniéndose a comprar el periódico en el quiosco o un cupón de lotería al ciego que toma el sol en la esquina, en la sustancia y la trama de certidumbres de las que puede estar hecho un país civilizado.

Tristemente pienso que lo que ven mis ojos es mentira, que es más verdad lo que sentí ayer tarde cuando el amigo que me llamó me puso al tanto de los desastres sucesivos del día: la vieja angustia, la de hace más de veinte años, cuando aún era posible que la policía golpeara la puerta en la madrugada, la incertidumbre y el pavor de la noche en que mataron a los abogados laboralistas en la calle de Atocha, el miedo y la necesidad de escuchar timbres de teléfonos en otra noche vil, la del 23 de febrero de 1981. Quizás la democracia, la simple civilización, se basa en la seguridad razonable de que algunas cosas no van a ocurrir: ayer y hoy, también mañana, sin duda, uno siente justo lo contrario, que no hay, crimen o error que no sean posibles, incluso muy probables, que en cualquier momento el timbre de un teléfono, el sonido de una sirena, de un disparo o de una explosión pueden destrozar la sustancia cotidiana y valiosa de la vida. Ni nos protege la ley ni hay refugio en las canciones ni en los libros, en el ejercicio de la amistad o de la decencia: vivimos en la incertidumbre terrible de estar inermes frente a los asesinos, frente a la delictiva imbecilidad de quienes les dan aliento creyendo que podrán cosechar con las manos limpias, incluso con bendición eclesiástica, el botín político de la sangre.

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