Una sola raza
Mientras aquí nos preguntamos todavía si los vascos son de otra estirpe genética o si el valenciano es catalán, la especie, desde los batúes a los esquimales, se demuestra hija de la misma raza y la misma lengua. Tres investigaciones simultáneas, una a cargo de un biólogo japonés, Naoyuk Yakahata, otra a cargo de un americano-nipón, Masatoshi Nei, y otra en manos del francés, André Langaney, director del laboratorio de antropología biológica del Museo del Hombre, están dando la vuelta al mundo con una misma conclusión: los 6.000 millones de seres humanos que pueblan la Tierra proceden de unos mismos ancestros. No importa la altura, el color de la piel, los caracteres fisionómicos: la comunidad de partida es la misma y el policentrismo, una antigualla.Hasta hace poco, se había creído que el homo erectus, con un millón y medio de años, había surgido aquí y allá procediendo de distintas especies de primates. Por ejemplo, los europeos vendrían del chimpancé; los africanos, del gorila y los chinos, del orangután. Con eso, y desde el fondo de los siglos, se habrían creado etnias diversas y, según los racistas, jerarquizables. El nuevo descubrimiento afirma, sin embargo, que el homo sapiens sapiens no cuenta con más de 100.000 años e incluso es posible que no pase de 50.000. En ambos casos, forjado a partir de un solo grupo compuesto por apenas 30.000 individuos localizados entre el norte y este de África y el cercano oriente. Las pruebas que defienden la verdad de un tronco común de la especie corren a cargo de una disciplina joven llamada la genética de las poblaciones. Una disciplina capaz de discernir, mediante los análisis del ADN, la existencia de una cepa original y el tiempo en que, a partir de ella, se han ido produciendo las mutaciones. Las diferencias actuales entre un malayo y un brasileño, por ejemplo, se habrían formado, a lo largo de una decenas de miles de años; casi un par de semanas, si se compara con otras cifras que se han venido manejando hasta hace poco.
Esos 30.000 individuos que conformarían el núcleo de la humanidad superviviente al paleolítico, hablarían además la misma lengua. Esta es, complementariamente, la tesis que sostiene el profesor de Stanford, Merrit Rulilen, en su libro El origen de las lenguas, publicado en Estados Unidos hace tres años y ahora aparecido en Francia (Editions Belin). (Le Nouvel Observateur. Nº 1679).
A través de numerosos ejemplos, Merrit Ruhlen refuerza, en el área del conocimiento lingüístico, lo que los biólogos leyeron en el ADN. Según los trabajos de Ruhlen, el término agua sería algo así como aqua en la lengua primigenia. Se dice aqua en latín, akwa en proto algonquín central, uaka entre los amerindios y aqw, aq o qw en pueblos de África. Aka significa lago en ciertas zonas de los Andes y tanto ako para el verbo lavar, aïku para decir húmedo o waïko para beber, repiquetan en la misma fuente. Las series de vocablos emparentados y sus concomitancias abundan en esta obra de Ruhlen donde aparece, como una onomástica la fraternidad de la especie.
Para aquellos lingüistas defensores de la imposibilidad de reducir las lenguas a menos de 20 ó 200 familias diferentes, la nueva teoría es además una provocación ideológica. La herencia del pensamiento decimonónico, empapado de colonialismo, se ha negado a aceptar que las diferentes poblaciones de este mundo procedieran de la misma línea de homo erectus y, a la vez, ha sido tabú emparentar el idioma indo-europeo -gran padre de las hablas occidentales- con la supuesta jerigonza de las tribus dominadas.La nueva investigación es pues una cura de humildad y de humanidad igualitaria. Lástima que esto interese a las revistas y diarios extranjeros y no asome en los debates españoles. Lástima que la contemporaneidad y sus luces viaje por el exterior, mientras aquí los días se van ofuscados por reyertas, nacionalismo, bombas y cacicadas al modo de hace cien años.
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