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Tribuna:
Tribuna
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Ir a peor

Quizás todo sea efecto del ánimo melancólico que nos da este diluvio al que no estamos acostumbrados, pero me temo que no, que las sombras crecientes en nuestro entorno no son creación del pesimismo del observador, sino entidades muy reales. Que hay, en definitiva, razones objetivas, para preocuparse.En la vida puramente política la cosa es clara. El propósito laudable de devolvernos la serenidad parece olvidado y regresamos a la crispación. Tal vez por aquello de que estamos en enero, las puertas del templo de Jano han vuelto a abrirse como es propio de los tiempos de guerra y la cara del dios que mira hacia el pasado parece más alerta que la que debía escrutar nuestro futuro. La cosa no es buena, pero es al fin y al cabo un suceso de la lucha entre partidos que no incide directamente sobre la vida de los ciudadanos. Al menos, no de todos ellos; como antes o después el asunto puede terminar en los tribunales, éstos se enfrentarán una vez más con la necesidad de levantar el velo del secreto (o de la reserva) que ahora protege la documentación relativa a los 600 responsables de las presuntas defraudaciones presuntamente condonadas, que verán expuestas al público sus vergüenzas. Menos mal que los jueces podrán acudir entonces, para ahorrarles sufrimientos innecesarios, al famoso expediente del examen in camara, que según yo creía, hasta que la Fiscalía del Tribunal Supremo me ha sacado de mi error, se ha utilizado siempre para asuntos de esta naturaleza y nunca (al menos en Estados Unidos) para cuestiones relacionadas con la seguridad nacional.

Pero junto a estos sucesos puramente políticos hay otros que, siendo también políticos, deberían preocupamos más, porque evidencian el sorprendente entendimiento que se tiene de nuestros derechos en algunas instancias del poder. Los ejemplos son muchos, pero me referiré sólo a tres que tal vez no sean los más graves, pero que son significativos, vienen de instituciones distintas y se han producido todos en las dos últimas semanas.

El primero de ellos, quizás el que ha pasado más inadvertido y probablemente el más intranscendente, ha sido la sorprendente declaración de que la presidencia de la Generalitat de Cataluña consideraría como un acto de agresión que el PSOE presentase un recurso de inconstitucionalidad contra el nuevo sistema de financiación de las comunidades autónomas. Si el sistema no es contrario a la Constitución, como probablemente no es, aunque desde el punto de vista jurídico-formal sea un embrollo casi inextricable, su puesta en cuestión ante el Tribunal Constitucional lo fortalecerá y proporcionará un triunfo político a quienes lo propugnan; si no lo fuera, quienes lo han acordado deberían felicitarse por haberse visto libres del error en el que incurrieron. En todo caso, en un Estado de derecho, ninguna institución pública puede sentirse agredida porque alguien ponga en cuestión ante los tribunales sus propias decisiones, haciendo uso del derecho que a todos nos da la Constitución.

Más reciente y bastante más grave ha sido la penosa reacción de la presidencia del Gobierno autónomo vasco ante la carta en la que, respetuosamente, un grupo de ciudadanos le expresan su preocupación por el deterioro del orden público en el País Vasco y le piden que se esfuerce por mejorarla. Es verdad que se trata de intelectuales, y, en el caso de algunos de ellos, vecinos de Madrid, y que tanto lo uno como lo otro son fuente abundante de sinsabores, pero ni la dedicación al trabajo intelectual ni el hecho de estar avecindados en esta villa privan a los españoles del ejercicio de los derechos que la Constitución les otorga. En el caso, naturalmente, del derecho de petición. Por cierto que, según una ley vieja y preconstitucional pero vigente, si el destinatario no se cree competente en la materia habrá quien lo es, y si cree serlo y estima que la petición está fundada habrá de adoptar las medidas oportunas a fin de asegurar su plena efectividad. En todo caso deberá comunicar al interesado la resolución que adopte. Tras el penoso exabrupto, esa respuesta razonada será muy útil para los habitantes de San Sebastián e incluso para los de Madrid.

Y, por último, otro suceso o cadena de sucesos que se vienen arrastrando desde la Navidad, pero cuyos episodios últimos son de rabiosa actualidad y cuyo protagonista principal es nada menos que el Gobierno de la nación. Me refiero, naturalmente, a la ya célebre batalla de la plataforma digital, una cuestión que no es grato tratar desde las páginas de este periódico. Se podrá pensar y tal vez decir que, siendo éste propiedad del mismo grupo empresarial contra el que tal batalla se libra, cualquier opinión que en él se exprese en relación con ella no es otra cosa que un alegato pro domo. Asumo el riesgo: el temor a la impopularidad no debería ser nunca un obstáculo para decir lo que se cree necesario, y la necesidad viene en este caso de la gravedad del asunto.

La gravedad no viene del fin inmediato que con la batalla se persigue, de los motivos que la impulsan, que por lo demás no es fácil percibir con claridad. Es claro que el objetivo perseguido no puede ser el de lograr que sean las empresas de los amigos las que ganen los millones en juego, pues no puede hacerse a ningún Gobierno ese agravio. Tampoco, parece, el deseo de asegurar la calidad de los espectáculos que a través de la plataforma habrán de llegarnos, o, más precisamente, llegarán a quienes estén dispuestos a pagar por verlos, puesto que el "contenido esencial" de esa nueva televisión digital estará constituido en todo caso por la retransmisión de los partidos de fútbol, cuyo control ha sido por eso el desencadenante de la batalla. Menos aún la voluntad de garantizarnos el goce gratuito o a bajo precio de los encantos que proporciona la Liga de las estrellas. Es verdad que la tendencia de los gobernantes a ganar el favor del pueblo con espectáculos es vieja, y que, como la mayor suavidad de las costumbres y las constricciones ecológicas no permiten a los nuestros ofrecernos fiestas tan fabulosas como aquellas en las que Pompeyo el Grande hizo morir a 500 leones y 20 elefantes, tendría cierta lógica que se esforzaran por darnos ocasión de gozar de balde de los pases de tacón y los goles de bella factura. Sería disparatado, sin embargo, que en momentos como los que vivimos se quisiera ensanchar el sector público convirtiendo al Estado en empresario del gran circo y se pusiera en riesgo la reducción del déficit, haciendo depender de los fondos públicos y no del libre juego del mercado la capacidad de nuestros clubes para traer a España lo mejor que el mundo ofrece. Nada de eso puede ser lo que se persigue, y efectivamente a nada de eso aluden las explicaciones, oficiosas unas y oficiales otras, que hasta ahora se han ofrecido a la afición; lo que sucede es que estas explicaciones, en la medida en la que son comprensibles, no resultan fácilmente compatibles con las exigencias de una democracia libre, y en la medida en la que se preocupan de esta compatibilidad son contradictorias. Es evidente que ningún Gobierno democrático puede cercenar los derechos de los ciudadanos para servir a sus propios intereses electorales, y que si lo que se desea es asegurar el pluralismo de los medios de comunicación debería celebrarse y no impedirse que junto a la plataforma gubernamental surgieran otras.

Como antes se dice, sin embargo, la gravedad del asunto, de la batalla, no viene del objetivo de ésta, fuere cual fuere, sino del terreno en el que se da, que es el que determina su naturaleza. La batalla se da, en definitiva, en el campo de los derechos fundamentales, para impedir que unos determinados empresarios hagan uso de la libertad que la Constitución les garantiza o castigarles por el que ya han hecho. El derecho fundamental a la libertad de empresa, que la Constitución también consagra, concita el entusiasmo popular en menor medida que otros que a todos nos tocan más de cerca, pero ocupa un lugar central en la estructuración de una sociedad libre, y su ejercicio, en cuanto no lesione derechos ajenos, ha de ser objeto de un respeto tan exquisito como el de todos los demás. El poder no puede violarlo utilizando en su contra los recursos económicos de que dispone, ni mediante decisiones singulares (todavía pagamos las consecuencias de una malhadada ley de caso único), ni con leyes a posteriori.

Es probable que, en los tres casos, el uso que los titulares de los derechos han hecho o proyectado hacer de ellos sea políticamente nocivo para las instituciones mencionadas, o quienes ahora las ocupan, y hasta es posible, aunque no probable,que ese uso nos perjudique a todos. Pero ni el daño político que el ejercicio de los derechos pueda originar ni la catadura moral de quienes los usan permite negárselos; para eso precisamente los garantiza la Constitución, y ésa es la razón del Estado de derecho. Eso es lo realmente importante. Si eso se olvida, aunque la economía vaya bien y nuestra incorporación a la Unión Monetaria sea un éxito, estaremos yendo a peor.

Francisco Rubio Llorente es catedrático de Derecho Constitucional.

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