Nacionalista y demócrata no puede ser
Tal vez fuera porque, cuando despertamos a la curiosidad razonadora, el relato de las glorias de nuestro pasado nacional giraba en torno a una guerra civil o quizá porque no nos afligía nada contemplar los muros derruidos de la patria mía; el caso es que para los nacidos en los años cuarenta y cincuenta el nacionalismo era el último de los recursos imaginables para ir en busca de una identidad colectiva. Como los jóvenes de principios de siglo, nuestra preocupación principal fue salir, traspasar fronteras, dejar España detrás, a la espalda. Lo hicimos de forma masiva, hasta el punto de que la nuestra, si se exceptúa la de 1914, obsesionada por el problema español, fue la primera generación universalista: queríamos ser en tal cosa como los franceses, en esto otro como los ingleses y hasta en aquello de más allá como los americanos.No sabíamos entonces que, por crecer tan reacios al nacionalismo español, nos estábamos preparando, como sin quererlo para incorporar por vez primera valores democráticos a nuestra cultura política. Cuando nos hallamos en el medio del camino de nuestras vidas -como se veía Ortega en 1913-, aquella educación universalista sirvió de fundamento para la construcción de una convivencia democrática nunca antes consolidada en España. Casi podríamos decir, reflexionando sobre nuestra propia experiencia, que sólo porque el nacionalismo de cartón piedra que trataron de inculcamos se cuarteó al exponerse a los aires procedentes de Europa y Estados Unidos nos volvimos insensible pero definitivamente
Pensamos, ingenuamente, que ése sería también el destino de todos los nacionalismos, no: sólo del español: que, fueran cuales fuesen las glorias de sus respectivos relatos históricos o míticos, el aire de la democracia los impregnaría de valores universalistas que acabarían por atemperar su agresividad a veces mortífera, su rechazo del otro, su exaltación étnica, su repulsa del pensamiento crítico, su afanosa búsqueda de homogeneidad cultural. Nada de eso ha ocurrido: a medida que el nacionalismo español dejaba de ser el fundamento coactivo de nuestro sistema político, los nacionalismos vasco y catalán han pugnado por construir con distintos grados de agresividad una identidad separada, marcar la frontera de un "ellos" y un "nosotros", contener, levantando, barreras, la inevitable pendiente hacia una sociedad multicultural y plurinacional.
Por eso, más que irritación, es una profunda decepción lo que produce tropezar con respuestas como las de Ardanza y Arzalluz a una carta, respetuosa hasta la deferencia, firmada por 22 "universitarios, escritores o profesionales estrechamente ligados a la vida del País Vasco". "Debiera haber ido a la papelera", ha dicho con su zafia hosquedad el presidente del PNV, que justifica tal destino con el argumento, sutil donde los haya, de que sus firmantes son, por este orden: pocos, se llaman intelectuales" y defienden a "una persona que es del grupo de ellos, ¿no?", con los que, suprema razón, "se les ve el pelo a todos ellos".
¿Y qué se le ve al presidente del PNV cuando recurre a semejante lenguaje? La respuesta viene sola, pero no están los tiempos para bromas. No, no es el plumero lo que se le ve. Lo que Arzalluz revela con su gesto y sus palabras es que el nacionalismo se ha convertido, en este final del siglo XX, en una ideología que, al situar supuestos derechos colectivos sobre los derechos concretos de ciudadanos individuales, constituye el más grave peligro para la libertad, pues reduce los ámbitos de tolerancia, excluye a los otros que no pertenecen al grupo de los nuestros y les niega el derecho a ser ellos mismos. Con su lenguaje, tan reminiscente de la peor demagogia antiintelectual de todos los totalitarismos, incluido el franquista, Arzalluz demuestra que nacionalismo y democracia se encuentran, como sospechábamos, en relación inversa: mientras más haya de lo uno, menos habrá de la otra, y viceversa.
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