Estatutos republicanos, autonomía y transición
Los estudios sobre nuestra transición se han preguntado en repetidas ocasiones acerca de las potencialidades de los estatutos de autonomía republicanos para encauzar en su momento la cuestión nacional-regional española, así como por las razones de que no prosperaran las opiniones favorables a su restablecimiento. Vista la cuestión con alguna distancia, y a reserva de una objeción de Juan Linz a la que luego se hará referencia, parece aceptable la hipótesis de que ese restablecimiento hubiera sido una buena oportunidad para moderar un problema cuya evolución no ha hecho justicia al impresionante proceso reformador de la planta política del Estado realizado en estos últimos 20 años.En líneas generales, y a reserva siempre de la capacidad del personal político para mejorar y para empeorar las potencialidades intrínsecas a cualquier mecanismo jurídico-constitucional, podemos convenir en que la solución autonómica de 1931 y 1932 tendía a ser clara, ponderada y respetuosa tanto con las autonomías territoriales como con la idea de una común nación española. Lo aprobado en 1931 no era incompatible, por otro lado, con la inevitable generalización de la autonomía al filo de nuestra transición y se adecuaba al tratamiento flexible, que, tras el fin de la dictadura, requería una cuestión estrictamente nacionalista y otra de naturaleza puramente regional. Es seguro, además, que las fuerzas políticas nacionalistas catalanas y vascas hubieran aceptado en un primer momento con satisfacción la solución republicana al problema.
En un reciente libro sobre la transición coordinado por Javier Tusell y Álvaro Soto, plantea Juan Linz una novedosa explicación para evaluar positivamente el hecho de que no prosperara el restablecimiento estatutario. Se refiere así Linz, combinando quizá una tácita referencia a nuestras elecciones municipales de 1931 y una expresa mención a las tensiones rusas y yugoslavas del momento, al riesgo de que aquel restablecimiento hubiera precipitado unas elecciones en Cataluña y en el País Vasco antes de disponer de un poder central democráticamente legitimado. Siendo evidentes los riesgos de tensión entre unas eventuales nacionalidades democráticas y un Estado central en pleno proceso de transición, es discutible, y tampoco creo que Linz lo afirme expresamente, que ésta sea la auténtica razón que llevó a los gobernantes del momento a renunciar a los estatutos republicanos.
Más allá de las vagas presiones militares a las que ocasionalmente se ha aludido, parece particularmente sensata la observación de Juan Pablo Fusi en ese mismo libro respecto al temor a un restablecimiento, aunque fuera parcial, de la legalidad republicana vía los estatutos de autonomía. No se trataría tanto, como ha subrayado Paloma Aguilar en su sugerente estudio sobre el peso de la memoria de la guerra civil en la transición, de alejarse también en este punto del contramodelo republicano. Lo decisivo habría sido el deseo de no aceptar herencias republicanas, aunque fueran parciales, con anterioridad a la aprobación del texto constitucional y a la consiguiente legitimación democrática de la monarquía parlamentaria.
Aunque la observación de Juan Pablo Fusi parece bien fundada, lo cierto es que la misma debe reconciliarse con la disposición de los gobernantes de la transición a transigir en otros puntos con la legalidad, no ya republicana, sino del exilio republicano, tal como ilustra la oportuna e inteligente negociación con Tarradellas para su vuelta a Cataluña. Si se daban escrúpulos de origen franquista para no aceptar unas leyes de 1932 y 1936, no se acaba de entender que esos escrúpulos se desvanecieran a la hora de reconocer como legítima una autoridad obtenida fuera de España en condiciones de franca anormalidad .
Es verdad que el significado simbólico del restablecimiento de los estatutos podía ser considerado de mayor calado que la vuelta al poder de viejos exiliados como Tarradellas y Leizaola. Pese a ello, la facilidad con que se superaron en este caso los problemas de legitimidad y legalidad abre la puerta a otra posible explicación para la negativa a restablecer los estatutos de autonomía de los años treinta. Se trataría de su eventual carácter radical para un centro-derecha español carente de criterios mínimamente estructurados acerca de lo que hacer en punto a la organización territorial del Estado. Una carencia de criterios que explicaría con relativa facilidad que aquello que resultaba excesivo en 1976 y 1977 terminara siendo considerado obsoleto y superado dos o tres años más tarde. Así, la "revolución de las expectativas" de los nacionalismos periféricos inducida por la improvisación de UCD y la hasta cierto punto comprensible , irresponsabilidad de la izquierda comunista y socialista en esta materia terminaría constituyéndose en la última explicación, aunque probablemente no en la única, para la definitiva renuncia al restablecimiento de los estatutos de autonomía de los años treinta.Es posible, y en alguna ocasión se ha intentado, una interpretación benigna de la puja autonomista y la "competencia desleal" de buena parte de los partidos estatales en punto a la cuestión nacional y regional: gracias a la una y a la otra habría sido posible la parcial integración de los nacionalismos vasco y catalán en el proceso democratizador. Pero también resulta justificado otro modo menos positivo de ver la cuestión: puja y competencia estarían en la raíz de la creciente y obligada radicalización de unos nacionalistas periféricos que no querían verse desbordados por el doble celo internacionalista (respecto a la idea de nación española) y nacionalista (respecto a la idea de nacionalidades vasca y catalana) que agobiaba a la izquierda española del momento. Con independencia de que optemos por una u otra interpretación, resultaría inevitable que los nacionalismos periféricos respondieran a aquel estado de cosas con su desinterés por unos artefactos estatutarios capaces de recoger hasta el inicio de la transición el grueso de sus reivindicaciones políticas.
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