El dinosaurio perplejo
La vulgar crisis que ha desatado el principio del fin de Slobodan Milosevic revela la falta de sintonía con el medio del hasta ahora todopoderoso dirigente serbio. Hasta que cometiera en noviembre el fatal error de hacer anular por adversas unas elecciones municipales, su instinto de supervivencia le habían permitido controlar una anomalía política en la que reinaba. Una burbuja que han ido acomodando a la realidad política de la Europa del Este.Instigador, primero, de la voladura de la antigua Yugoslavia en busca de una Gran Serbia; pacificador, desde 1994, de la trágica conflagración provocada por su fallida aventura expansionista. A lo largo de nueve años de reinado a hombros de la demagogia, la querencia serbia por los hombres providenciales y la anestesia colectiva de su propaganda, Milosevic ha sabido encontrar siempre el papel que más le convenía. Ahora, desafiado en una escala que ha roto sus cálculos, el semiclandestino y perplejo Milosevic busca una estrategia para sobrevivir.
Desde que irrumpiera en escena en 1987 excitando las pasiones nacionalistas de los suyos por Kosovo, Milosevic se ha aliado con la política del miedo. De su condición suprema, la guerra, hizo la palanca para unir a los serbios, utilizando a partir de 1990 su creciente sensación de inseguridad en la Croacia de Franjo Tudjinan y en la Bosnia de Alia Izetbegovic. Seis años después, ha acabado presidiendo un paisaje económica y moralmente arruinado. Las manifestaciones confirman que nadie puede engañar a todos indefinidamente.
Arropado por un monopolio informativo descomunal, Milosevic ha contado a los serbios, durante cuatro años de sanciones internacionales, que el mundo conspiraba contra ellos. Levantado el embargo, la estrategia es la del olvido: no hubo guerras y si algún serbio intervino en el baño de sangre lo hizo a título individual.
Para ganar las elecciones presidenciales de 1992 habló de "los poderes de la oscuridad y el caos bajo la influencia de fuerzas exteriores", destruyendo su país y "buscando traicionar a nuestros hermanos del otro lado del Drina". Para vencer en las parlaméntarias de 1990, les prometió trenes de alta velocidad y "todos los serbios en un mismo Estado". Los serbobosnios, al otro lado del río, han dejado de ser hermanos; los refugiados de la Krajina croata, 200.000, deambulan sin rumbo. En la Serbia de 1997, la del dúo Slobo-Mira Markovic, su más que influyente esposa, la mitad de los trabajadores no tienen empleo y la mitad de las fábricas están cerradas.
El juego toca a su fin. Aparte su control de la policía, no hay un flanco que Milosevic, epítome del funcionano comunista, tenga hoy a cubierto. Su país es un Estado paria. Fracasada una política exterior basada en la hermandad ortodoxa, el presidente serbio ha tentado a Grecia, Bulgaria, Rumania y Macedonia en una unión balcánica. No le han respondido. Los serbios de la diáspora han sido abandonados. Los albaneses de Kosovo esperan su oportunidad. El descontento crece en Voivodina. Al igual que en Montenegro, el minúsculo socio de lo que queda de Yugoslavia, aumenta el apetito secesionista de una federación que Milosevic ha utilizado como una mera extensión de Serbia.
Más importante, el colapso del nivel de vida. Decenas de miles de empleados y pensionistas no cobran sus salarios desde hace meses. La inflación en el año que acaba de concluir rondará el 100%, y el espectro de la hiperinflación se cierne sobre Serbia, cuyos ciudadanos recuerdan bien los días de 1993 en los que los precios aumentaban el 6% cada hora. Y todo en el marco de un sistema de monopolios y clientelismo político donde el Estado controla el 80% de la vida económica y los ministros dirigen las grandes compañías en su tiempo libre. O al revés.
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