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Virtual

Rosa Montero

Llamamos realidad virtual a aquello que parece real pero que no lo es: una quimera, un embeleco. El término ha hecho fortuna recientemente al calor de las nuevas tecnologías, pero la realidad virtual siempre ha existido, desde la ínsula Barataria cervantina al comportamiento de todos los humanos en los primeros momentos del amor: pues qué hay de mayor virtualidad, esto es, de fingida realidad, de mentira embriagante, que la falsa personalidad que todos asumimos al comenzar una pasión. Amar, ya se sabe, es dar lo que uno no tiene a quien no es: un fascinante juego de apariencias y equívocos.Pero para virtualidad a todo meter, para gloria total de lo ilusorio, nada como estas fechas entrañables, dulce Navidad pinchada en vena. En los anuncios televisivos, en el ánimo jaranero y esforzado de los locutores radiofónicos, en la presión del aire: por doquier nos acecha la Navidad de plexiglás, toda felicidad y azúcar cande.

Recomiendo un ejercicio espiritual: cójanse todas las revistas del corazón de la semana y léanse de cabo a rabo. Allí las famosas enseñan sus belenes, allí los folklóricos brindan con cava y sonríen hasta descoyuntarse las mandíbulas, allí la set alardea de acebo y de cohesión familiar a prueba de bombas. Viendo esa profusión de bolas de colores, niños deliciosos, adultos encantados, amantes enamorados, árboles cuajados de bombillas, ropas de postín y paquetes brillantes, a una se le olvida que en el mundo hay tropecientas mil personas aún pedidas entre Ruanda y Zaire, y un exceso de dolor, de hambre y de ferocidad por todas partes. De hecho incluso se te olvida que también existen los momentos de felicidad real y de belleza auténtica, porque todo queda sepultado bajo ese barniz virtual de la dicha de plástico, estática, antiestética y zopenca.

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