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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Clinton e Israel

ESTÁ LLEGANDO rápidamente la hora de la verdad. Aquella en la que sabremos si los Estados Unidos del presidente Clinton, ahora al comienzo de su segundo y último mandato, se toman en seno las posibilidades de paz en Palestina y están dispuestos a hacer lo que esté en su mano para indicar al primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, por dónde se va hacia la concordia. Algunos signos apuntan a una mayor determinación por parte de Washington y a un poquito menos de obstinación por la de los israelíes. La reciente asignación de máxima prioridad en la obtención de fondos para la expansión de las colonias judías en los territorios ocupados no podía dejarse pasar sin un respingo. El de los palestinos lo ha sido, además, angustiado por lo que aquello significa de torpedeamiento del proceso de paz, aparte de ser lo que ha venido paralizando el acuerdo para la evacuación militar israelí de la ciudad de Hebrón.Washington, además de emitir una severa condena verbal, ha insinuado, mucho más significativamente, que por esos rumbos se está amenazando la voluntad norteamericana de ayuda exterior y concesión de créditos a Jerusalén. Netanyahu, finalmente, ha permitido que se deje caer la especie de que la creación de un Estado palestino independiente no es tan descabellada, siempre que a éste se le impongan tantas limitaciones que en la práctica no lo sea en modo alguno. Y eso que estaba pensado como una concesión.

Durante el anterior mandato laborista, el número de colonos israelíes en Cisjordania aumentó de unos 100.000 a 140.000, aunque, como se hacía constar virtuosamente, no se habían concedido nuevas autorizaciones de residencia, sino que se procedía a concluir instalaciones ya aprobadas por los anteriores Gobiernos de coalición bajo la dirección del derechista Likud.

Netanyahu, por su parte, ha hecho todo tipo de declaraciones contradictorias en los últimos tiempos garantizando, de un lado, que la colonización seguiría, pero afirmando, de otro, que no ha legalizado ni un solo asentamiento más. La fórmula sobre la que ahora se recae para resolver este acertijo, de una falta de ingenio que desafía la credulidad, es la de que mientras el número de colonias no se altera, 144, se ofrecen los medios a los colonos para que mejoren instalaciones. Y nadie niega que una vivienda mayor y mejor infraestructura atraigan a más residentes. Pero colonias, las mismas.

Washington y el mundo occidental no ignoran que se está jugando con fuego, que el primer ministro israelí ha conseguido causar una impresión francamente insuficiente en sus visitas exteriores -aunque no quepa dudar de su honradez y convencimiento-, que ha irritado a colaboradores y enojado a rivales, y que esta charada no puede continuar indefinidamente si los acuerdos de Oslo de 1993 y la palabra dada significan algo. Una nueva y más mortífera Intifada es lo que está en juego.

Y no significa ello que la Autoridad Nacional Palestina, que preside Yasir Arafat, no tenga obligaciones. Cada atentado contra vida y hacienda israelíes, que sería fútil creer que van a cesar de la noche a la mañana aunque se reanude el proceso de paz, ha de ser concienzudamente, investigado por las fuerzas de seguridad palestinas y los culpables sometidos al peso de la ley.

El acuerdo de Oslo, firmado en Washington en septiembre de 1993, se basaba en una arquitectura mal definida en su punto de destino -¿independencia palestina?-, pero de una augusta simplicidad en los términos del pacto: Israel evacua territorios, lo que parece incompatible con seguirlos poblando, y la Palestina árabe entrega, a cambio, paz. En que ello sea así tiene Clinton casi tanta responsabilidad como las partes signatarias.

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