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El siestólogo enfadado

Un amigo mío que no podía dormir la siesta bajó a la callé, cogió el estruendo de la taladradora que se lo impedía, y con la energía del hasta aquí hemos llegado lo subió cuatro pisos y lo instaló en su salón, para mostrárselo a sus hijos cuando volvieran del colegio. Igual que ocurre con ciertos fenómenos inexplicables, como el éxito del rock duro, al poco tenía organizado en su salón un auténtico desfile, no sólo de chavales curiosos de saber cómo es un estruendo sin nadie temblando al otro lado, sino de admiradores de su valor e iniciativa. Pronto le quisieron nombrar su líder.Pero ya se sabe lo que ocurre: primero admiración, luego entusiasmo, después el noble impulso de que ese entusiasmo sirva para algo, y tras el nombramiento de una comisión con su presidente y tesorero, una suave pereza que se va disolviendo en el olvido. Otra vez estruendos sin fin impidiendo dormir siestas. No mucho después mi amigo se encontró a solas con el estruendo en el salón, estruendo que además le impedía ver la tele y dormir la siesta, aparte de causar comentarios desagradables entre algunos vecinos disidentes, justamente los más próximos.

Como este amigo está en paro y no hay mal que por bien no venga, no pasó mucho tiempo antes de que se le ocurriera intentar sacarle dinero a su impulso. Al poco tiempo echó los papeles solicitando uno de los créditos previstos para la pequeña y mediana empresa.

Que en su caso era pequeña: mi amigo se proponía repetir el éxito del estruendo, así que para convencer a los del banco bajó a la M-30, cogió al vuelo el petardeo de unas motos cojoneras, lo subió a su casa (esta vez con menos esfuerzo pues pudo meterlo en el ascensor y además ya estaba aprendiendo el concepto de rentabilidad de la inversión), y les hizo un hueco en una sala en la que el tresillo, el televisor, las porcelanas de Lladró y el estruendo ya no dejaban mucho espacio.

Los inspectores del banco no comprendieron apenas la filosofía del invento, pero con su desarrollado olfato de inversores le vieron posibilidades: si el museo del ruido tenía el éxito del principio, (se habían informado), ellos quedaban como mecenas, y ganando dinero. Y si (lo más probable) fracasaba, ellos se quedaban con un piso, aunque fuera al lado de la M-30, por el precio de un utilitario.

Con la primera letra mi amigo comprendió que tenía que hacer un nuevo y muy serio esfuerzo, pues sólo así podría competir con los grandes museos, que son los qué se llevan al turista rico, culto, el turista de calidad. Así que tras un desayuno ligero pero vitamínico salió una mañana de frío poco antes del alba en busca de ruidos. Iba armado con una red de mariposas.

Ni que decir tiene que no habían comenzado los oficinistas su primer desayuno cuando mi amigo descargaba su primera red. Al caer el sol su mujer e hijos ya habían colocado sobre la acera de su casa el tresillo, la tele, las porcelanas de Lladró y hasta la inútil mesa del comedor, para hacerle espacio al museo, y los telediarios de esa medianoche presentaron su caso como una prueba más de que en Madrid ya hay gente pintoresca igual que en Nueva York, lo que demuestra que definitivamente estamos en Europa. Esa noche mi amigo y su familia durmieron en paz. Convencidos de que tenían un gran museo, no hubo estruendo ni motos que los despertaran, ni tampoco chismes de oficina, dobles filas, concursos de televisión, voces de los guardias del Reina Sofía, helicópteros, profetas radiofónicos, goles, vendedores de naranjas, discotecas, terrazas salvajes ni macarras con el rap a toda pastilla.

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Los que sí los despertaron fueron los del ayuntamiento. Venían ilusionados: con el nuevo reglamento contra el ruido al fin tenían un caso que produjera daños ambientales, y no sólo neuróticos y juicios (uno) sin culpable. Pero tenían que fiarse del testimonio de los vecinos chivatos (celosos de que alguien le fuese a sacar pasta al patrimonio común), pues como es notorio los funcionarios de la brigada del ruido tienen el oído más, mucho más insonorizado que los tabiques de los pisos de esta alegre capital.

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