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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Modesta ambición

LA UNIÓN Europea (UE) no anda sobrada de ambición en su proyecto de reforma con vistas a mejorar su funcionamiento y hacer posible una ampliación hacia el Este y el Sur que puede duplicar los 12 miembros que tenía cuando ingresó España, hace una década. Ni la propuesta de la presidencia irlandesa para la conferencia que negocia estas reformas ni la carta impulsada ayer por Francia y Alemania suponen un gran salto adelante. Pues dejan pendiente la solución de las cuestiones esenciales: la extensión de las competencias de la Unión y de las decisiones por mayoría; el peso institucional de cada Estado para reequilibrar la deriva hacia una representación desmesurada de los países pequeños y medianos frente a los grandes; o la posibilidad de que algunos Estados que lo deseen avancen más en el proceso de integración: la llamada flexibilidad. Los avances propuestos no parecen suficientes para cuadrar el círculo de la ampliación y la profundización. Y ayer, en Núremberg, Kohl y Chirac demostraron que son los primeros de la fila, pero también que, incluso entre ellos, quedan muchas cuestiones por resolver. La UE, como los malos estudiantes, siempre tiende a dejar para el final los huesos más díficiles de roer. Sin duda, la propuesta irlandesa llega demasiado tarde para que se discuta a fondo el viernes y sábado próximos en la cumbre de Dublín. De esta reunión debería salir un impulso político para intentar concluir estas negociaciones en el consejo de junio, en Amsterdam. Pero, pese a esa falta de ambición -o exceso de realismo-, el texto irlandés representa una base suficiente para empezar a negociar la reforma en serio. En materia institucional se introduce la posibilidad de suspender a un Estado de sus derechos si viola los principios democráticos sobre los que reposa la UE; sabia precaución ante una incierta ampliación. Asimismo, se propone simplificar los procedimientos de decisión conjunta entre el Consejo comunitario y el Parlamento Europeo, y otorgar un papel más relevante a los parlamentos nacionales. Pero no se colina el llamado déficit democrático que hace que los altos funcionarios europeos, pese a su poder, no sean políticamente responsables ni que los Gobiernos -en sus decisiones colectivas en la UE- respondan colectivamente ante nadie.

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En materia de políticas comunitarias, el paso más notable, pese a su carga teórica, consistiría en introducir en el tratado la política de empleo, pese a que tal competencia seguiría siendo esencialmente nacional. En cuanto a la política exterior y de seguridad común, los principales cambios planteados no compensan lo que a menudo es una falta de voluntad política de los Estados miembros para actuar conjuntamente. En temas de justicia e interior se producen avances, pero los redactores irlandeses han insistido más sobre el control de las fronteras exteriores que sobre la libertad de circulación interna. Y la propuesta se queda corta respecto a la supresión del asilo político entre los Estados miembros y la creación de ese espacio judicial común que reclama España con urgencia, y a favor del cual Kohl y Chirac hicieron ayer un nuevo llamamiento. La modestia de esta ambición no puede sorprender. En estos momentos los esfuerzos europeos se centran en el proyecto de la moneda única para 1999. Por ello, como quedó ayer patente en Núremberg, las negociaciones para definir las reglas de juego tras la adopción del euro llevan tanto o más esfuerzo que la reforma del Tratado de Maastricht. Es posible que, tras el impulso franco-alemán, en Dublín se alcance un acuerdo sobre el pacto de estabilidad que ha de regular en la Europa del euro los déficit futuros de los presupuestos nacionales. Esta sería una señal inequívoca sobre la seriedad de un proyecto que sí resulta ambicioso.

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