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Tribuna:TRAVESÍAS: ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Tribuna
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Un réquiem en Madrid

Antonio Muñoz Molina

Unos minutos después de que haya terminado el concierto los músicos recogen sus instrumentos y se marchan por la salida de artistas, que suele ser, en cualquier teatro, una puerta lateral, siempre un tanto desalentadora, en comparación con la otra, por donde sale y entra el público, el gentío bien vestido y cultivado que esta noche ha venido a escuchar el Réquiem de Brahms. Hace unos minutos, la música, en la sala sinfónica del Auditorio Nacional, era una resplandeciente arquitectura, una experiencia de emoción y sobrecogimiento, y los miembros de la Orquesta Sinfónica de Madrid, atareados y afanosos sobre sus atriles, tenían algo de partícipes en una abrumadora ceremonia, acompañados por la multitud de las presencias y las voces del coro, alentados y guiados por el director, Frülibeck de Burgos. Yo los miraba,. los escuchaba desde muy arriba, y ésa distancia un poco vertiginosa de las localidades más altas se correspondía muy bien con la amplitud oceánica de la música. Brahms, en el Réquiem alemán, es un océano sombrío, con timbales de predestinación y amenaza y largos episodios de quietud, de dulzura y misericordia, de aceptación de lo que más miedo daba. Nos parece que estamos viendo la anchura del mar del Norte en los cuadros de Friedrich, que asistimos, como en ellos, a naufragios boreales y cataclismos de hielo.Pero todo eso era hace unos minutos. Ahora, después de la conmoción, de los largos aplausos, de las luces de la sala brillando en los metales magníficos, he salido del auditorio en la noche fría de noviembre y he dado la vuelta al edificio para encontrarme con mis amigos músicos, que aparecen en el vestíbulo de la salida de artistas, con abrigos, con las cabezas bajas, llevando en las manos sus instrumentos enfundados, con un aire perfectamente laboral, de cansancio y alivio, de fin de la jornada. Me ha gustado siempre ese instante de después de los conciertos, cuando el público ya se ha ido y los músicos recogen sus cosas y comentan lacónicamente algo de la actuación, aunque no mucho, porque parece que prefieren hablar de otros asuntos, del mismo modo que a cualquier trabajador lo que le apetece, cuando termina la tarea, no es seguir pensando en ella, sino distraerse conversando de la vida que les espera, el regreso a casa, la cena o la copa en algún sitio o los pormenores del próximo viaje. Una vez, hace años, al día siguiente de un concierto de jazz, uno de esos enterados o gestores que tanto abundan en la vida y que ejercen con tanta opulencia su parasitismo sobre el trabajo de los músicos me dijo:

-Estuve anoche en el backstage y no veas qué ciego de coca estaban cogiendo los negros. Dio la casualidad de que, por razones laborales y de afición, yo sí había estado al final del concierto en el celebrado backstage, palabra entonces de moda, y había tenido ocasión de comprobar que los negros no sólo no se ponían ciegos, de coca ni de nada, sino que, además, no eran negros, porque eran los miembros del grupo blanco y acústico de Phil Woods, que tocan en el mismo estado de ensimismada confabulación que si interpretaran los cuartetos finales de Beethoven o de Sostakóvich. Mis amigos salían de tocar el Réquiem de Brahms con sus caras de alivio y de trabajo, como sale la gente de las oficinas camino de la parada del autobús o la boca del metro, pero esta vez, además del cansancio, tenían un motivo más poderoso para el desaliento. El porvenir de la Sinfónica de Madrid está en el aire,o lo que es lo mismo, a merced de la voluntad soberana de Stépliane Lissner, el director artístico del Teatro Real, que puede deshacerla en parte o disolverla a su antojo, para acomodar sus restos en una futura orquesta titular de ese teatro. De pronto los músicos se saben vulnerables en su trabajo y sometidos a un escrutinio angustioso y sin duda arbitrario: quién será elegido y quién no, qué puede quedar de una orquesta en la que se ha encarnado una gran parte de la mejor tradición de la música sinfónica en Madrid a lo largo de este último siglo.

Decía Galdós que la inseguridad es la única cosa constante entre nosotros. Mientras los músicos entran y se marchan con su incertidumbre laboral y su sentimiento colectivo de postergación por la salida de los artistas, los divos de la alta gestión cultural imitan las arrogancias de los antiguos directores tiránicos de las orquestas y aparecen en la plena luz de los focos y de los periódicos, alimentan el faraonismo de los proyectos colosales para halagar la vanidad de los políticos que les han nombrado y al mismo tiempo actúan con la falta de miramientos de esos ejecutivos contratados para reducir gastos y plantillas a costa de los más débiles. Entre nosotros casi nada es duradero ni sólido, pero las pocas cosas que se van afirmando, a pesar de todo, contra viento y marea, siempre están en peligro, bajo sospecha, a merced del capricho o de los vaivenes de la moda. La Sinfónica de Madrid corre el peligro de desaparecer al mismo tiempo que circula el rumor de que va a ser clausurado el teatro de la Zarzuela, porque parece que todo el dinero que había se ha gastado en el gran Niágara de dispendios del Teatro Real. La música, como cualquier otro arte, es un trabajo, un lento oficio que necesita muchos años para dar sus mejores frutos, pero aquí todo ha de ser rápido y espectacular, aunque dure tanto como un castillo de fuegos de artificio. El dinero que se escatima para sostener un proyecto austero y razonable se tira luego multiplicado sin tasa para pagar a los figurones y a las estrellas.

Viendo a los músicos salir por las puertas traseras de los teatros pienso en los tiempos en que usaban libreas y tenían el rango de criados en los palacios de los príncipes y de los arzobispos. No creo que los patrones de ahora, los gestores, los directores artísticos, los divos de la plutocracia cultural, los traten con menos arrogancia. Pero era a ellos, a los músicos que se subían las solapas de los abrigos y salían llevando sus instrumentos como bolsas de viaje, con caras de cansancio, de preocupación e incertidumbre, a quienes había que agradecerles la otra noche que hubiera existido una vez más en el curso del tiempo el esplendor del Réquiem de Brahms.

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