Aclarar los malentendidos
El espectáculo es inquietante. Me refiero a los debates que actualmente se desarrollan en Europa sobre la Unión Económica y Monetaria, y, en particular, al intercambio de argumentos entre los alemanes y los franceses. Se van acumulando malentendidos, y ello constituye un auténtico peligro tanto para la amistad entre los dos pueblos como para el futuro de la construcción europea.Me gustaría contribuir, aunque sea modestamente, a aclarar esos malentendidos que tanto daño nos hacen, y, en primer lugar, a eliminar los juicios de intenciones respecto al valor y la solidez del euro.
Los franceses saben, y yo llevo años diciéndolo constantemente, que los alemanes ven en el marco no sólo una moneda fuerte y estable que ha servido de base para la prosperidad económica y el progreso social, sino también un símbolo de la República Federal y de los valores que la inspiran. Los franceses han dado, pues, a través de sus responsables, todas las garantías que desea Alemania respecto a los principios en que se debe basar la futura moneda. Como presidente de la Comisión Europea no he dejado nunca de recordar las condiciones necesarias para el éxito de la UEM. Y ello desde el comienzo del proceso marcado por el informe del comité de expertos que el Consejo Europeo de Hanover me pidió que presidiera y en el que participaron todos los gobernadores de los bancos centrales. Esto es lo esencial. Y del lado alemán no se debería instruir un proceso contra Francia porque, como es normal en democracia, esté habiendo una viva discusión animada, no sólo por los adversarios de la construcción europea, sino también por algunos de sus partidarios, que, alarmados por la postración de nuestras economías y por el dramático aumento del paro, expresan su inquietud. Es contraproducente oponerse a esos argumentos con una cierta arrogancia o con un exceso -de rigor a despecho del espíritu mismo del Tratado de Maastricht.
Debo añadir que, como francés, no estoy dispuesto a cambiar el franco francés por un euro débil. Y que la mayoría de mis compatriotas comparten esta opinión, pues conocen bien el precio del esfuerzo, que han aceptado, para liberar nuestro país de la inflación y volver a equilibrar el tipo de cambio del franco. Esto significa, desde 1982, catorce años en los que ha habido que hacer una política de rigor y enfrentarse a la impopularidad de las medidas tomadas. Pero, es necesario repetirlo, hay que explicar a los ciudadanos las perspectivas de la UEM, hay que responder a los que se interrogan sobre la validez de esos sacrificios aceptados.
Es comprensible que los responsables alemanes se inquieten ante algunos de los argumentos que han surgido en la discusión. Pero los franceses también tienen motivos para preocuparse cuando leen algunos de los discursos que se pronuncian en Alemania.En realidad, nuestro consenso de base debería ser la aplicación del tratado, nada más que el tratado, pero todo el tratado.
Ello implica, en primer lugar, el cese la polémica sobre la interpretación de los criterios. El Tratado es muy claro tanto en espíritu como en la letra. Tomemos, por ejemplo, el punto más discutido: el respeto al criterio sobre el déficit público. El artículo 104 C expone claramente que la valoración que lleve a cabo el Consejo Europeo debe tener en cuenta la dinámica de la economía y su evolución previsible.
Otra precaución que hay que tener es la de esperar a la primavera de 1998 y a las situaciones de facto tal y como se presentaran entonces, con una apreciación a posteriori del año 1997 y un análisis de las tendencias para los años siguientes. De aquí lo inútil de toda discusión prematura. También es peligrosa esa especie de "danza del vientre" que bailan algunos políticos ante los países miembros para seducirlos y asegurarles de que, en cualquier caso, formarán parte del primer convoy que tomará la salida el 1 de enero de 1999. Todo eso no hace más que perturbar a la opinión pública alemana y alimentar las especulaciones sobre los mercados financieros y de capitales.
¿Es, pues, un sacrilegio sacar lecciones del pasado más reciente, especialmente cuando éstas manifiestan con toda claridad la necesidad de la unión económica asociada a una unión monetaria? ¿Está prohibido subrayar que los socios de Alemania han disfrutado, de 1989 a 1991, de unas ayudas financieras sufragadas por los alemanes occidentales, que han sostenido el proceso de unificación? En cambio, es sorprendente constatar que a partir de 1992 esos mismos socios ha pagado con un déficit de crecimiento las consecuencias de la falta de coordinación de las políticas económicas y monetarias a nivel europeo. Los expertos han valorado esa pérdida de ganancia en cerca de cuatro puntos del PIB, con todas las consecuencias negativas que ello implica en el ámbito del empleo.
Pero no se trata de rehacer el pasado ni, en el marco de este artículo, designar los errores cometidos. No; simplemente quiero subrayar que esta situación muestra claramente que hay una solidaridad de hecho entre los países europeos y que habríamos ganado si hubiéramos practicado desde 1991 una auténtica concertación entre nuestras políticas económicas y monetarias.
Por tanto, cómo no asombrarse de las reacciones alemanas que critican a los que explican que durante este periodo nuestras economías han pagado muy caro un dólar devaluado. No se responde a este argumento diciendo despectivamente que refleja un desconocimiento de las leyes económicas y que es fruto de una voluntad de luchar contra la independencia del Banco Central. Es cierto que los tipos de cambio están determinados por los mercados, pero de ello no debe resultar una suerte de fatalismo, debe ser posible influir en los mercados mediante una política monetaria apropiada. Si no, ¿para qué hacer una Unión Económica y Monetaria, uno de cuyos objetivos es ampliar los márgenes de maniobra de los que dispondría Europa para hacer de una moneda estable y creíble la condición de un "crecimiento duradero y no inflacionista" -según dispone el artículo 2 del tratado- y fuertemente creador de empleo?
Es entonces cuando surge otro malentendido. Es cierto que los franceses hablan de la necesidad, junto al Banco Central Europeo, de un gobierno económico. ¡Qué horror!, replican algunos responsables alemanes, fácilmente inclinados a juzgar negativamente a una Francia a la que caricaturizan... He visto ese tipo de crítica en los ochenta, cuando mi
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Aclarar los malentendidos
Viene de la página anteriorpaís aplicaba con éxito un modo de planificación flexible. Vi resurgir los mismos fantasmas en los años ochenta y noventa a propósito de la política industrial, cuando lo único que se pretendía era reforzar la cooperación entre nuestros Estados miembros en los ámbitos de la tecnología y la investigación-desarrollo, y cuando, por otra parte, es algo que practican con gran éxito el Estado federal y los länder. Y, finalmente, ¿quién ha sido sino Alemania el adversario más feroz de algunas de las propuestas del Libro Blanco de 1993 sobre el crecimiento, la competitividad y el empleo? Recordemos que, tras la aprobación del Libro Blanco por el Consejo Europeo de diciembre de 1993, fue imposible obtener el acuerdo de Alemania para financiar, fundamentalmente a través de un préstamo comunitario, una parte del programa de grandes redes de infraestructuras que se consideraban necesarias para la plena eficacia del mercado único y para una planificación más armoniosa del territorio europeo.¿Es mucho pedir que, en nombre del respeto a nuestras diversidades y a nuestras tradiciones, se acepte al otro como es, a un otro que, además, ha aceptado plegarse a las reglas y disciplinas comunes previstas por el tratado?
Pues, volviendo al gobierno económico, de lo que se trata es del Tratado de Maastricht. Recordemos, a este respecto, las disposiciones del artículo 103.
"Los Estados miembros consideran sus políticas económicas como una cuestión de interés común y las coordinan en el seno del Consejo, conforme al artículo 102A...".
"El Consejo, por mayoría cualificada mediante recomendación de la Comisión, elabora un proyecto para las grandes orientaciones de las políticas económicas de los Estados miembros de la Comunidad ....".
"Basándose en las conclusiones del Consejo Europeo, el Consejo, por mayoría cualificada, adopta una recomendación fijando esas grandes orientaciones ...".
Llamen a esto como quieran, pero dejen a los franceses interpretar estas disposiciones como el espíritu y la práctica de un gobierno económico. Y, sobre todo, apliquemos el tratado, algo que debería haberse puesto en marcha formalmente al comienzo de la segunda fase de la UEM, es decir, el 1 de julio de 1994. Y no se asombren si algunos denuncian, con razón, el hecho de que este ejercicio de concertación y cooperación no haya tenido, hasta el presente, ningún efecto práctico. Nos hemos quedado en una discusión de salón.
La mejor prueba la suministra la idea misma del pacto de estabilidad propuesto por Weigel. Se limita a la vigilancia de los déficit públicos y a las sanciones a los países que no respeten los criterios. Es necesario, pero no suficiente para convencer a los que, como yo, han aportado continuamente su contribución a la construcción de una Europa unida, fuerte y solidaria.
Repito: el tratado, todo el tratado y nada más que el tratado. Con ese espíritu debemos elaborar un pacto de estabilidad y de crecimiento que restablezca la confianza entre los Estados miembros, que devuelva la credibilidad al proyecto europeo y permita realizar con éxito y provecho para nuestros ciudadanos una Unión Económica y Monetaria. Dispondremos así, respetando siempre la subsidiariedad, de los instrumentos necesarios para realizar un desarrollo duradero y garante de la buena armonía entre lo económico y lo monetario, lo político y lo social. ¿No es éste el ideal que llevó a Alemania Federal a demostrar, desde hace mucho tiempo, que se consideraba una pionera de la unificación política de Europa?
Mi amistad con los alemanes y mi compromiso precoz a favor de la unificación de su país me autorizan a esperar que, como en el pasado, llegaremos a comprendernos y a actuar unidos. Es la razón que me ha llevado, una vez más, a entablar un debate duro y franco. ¿Pero no es, acaso, una exigencia de toda amistad auténtica?
fue presidente de la Comisión Europea.Copyright Die Zeit.
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