Constantínescu y la 'revolución rumana'
El nuevo presidente rumano anticipaba hace unos días a este periódico "un cambio de régimen, no de Gobierno" cuando ganase las elecciones, algo que ha hecho holgadamente. Emil Constantinescu, un profesor universitario de 57 años con mucha de la apariencia del sabio de las películas, tiene ya entre sus manos la patata caliente del poder, de casi todo el poder, en un país de 23 millones de personas abrumadas por la pobreza y por las mentiras de sus dirigentes durante siete años. No habrá venganzas, no habrá juicios políticos, ha prometido.En Rumanía comienza así un insólito experimento de gobierno. Un hombre con fama de ingenuo y tintes de visionario -que ha conducido a una heterogénea alianza a la victoria en las elecciones generales y ha conseguido catapultarse a sí mismo a la jefatura del Estado- va a intentar aplicar un catecismo liberal y democrático en un paisaje inequívocamente dominado por la trama de intereses de los antiguos jerifaltes comunistas. Contra este hombre, además, conspiran algunos de sus correligionarios, y de su capacidad política desconfían públicamente sus aliados.
Nunca ha habido un relevo democrático de gobernantes en Rumania, de manera que la entrega del poder por Ion Iliescu va a ser primicia en este maltratado espacio surbalcánico donde lo sucedido en las últimas semanas es lo más parecido a una revolución incruenta. Para muchos rumanos, que por millares se echaron jubilosos a la calle el domingo por la noche, se trata del auténtico final del capítulo de su historia reciente que se abrió con la ejecución del dictador Nicolae Ceaucescu.
En el único país de Europa oriental donde los comunistas no habían dejado de mandar tras la caída del muro han bastado quince días para el desplome de su andamiaje. La oposición de centro derecha les arrebató el 3 de noviembre el Parlamento. El domingo 17, y en segunda vuelta, su líder, un experto en mineralogía, ha ganado por más de un millón de votos, casi nueve puntos, a Iliescu, el único hombre fuerte de la Rumanía pos-Ceaucescu y el artífice del golpe de palacio que acabó con su fusilamiento el día de Navidad de 1989. El equipaje electoral de Constantinescu ha sido su honradez a prueba de investigación y su pedigrí anticomunista.
El doblete rumano puede hacer historia. Primero, porque como tal era inesperado. Los conocedores vaticinan el probable fin la mayoría parlamentaria de los ex-comunistas, pero nunca la laminación de su ideólogo y patrón, al que se le atribuían los resortes necesarios para perpetuarse en una jefatura del Estado poco ceremonial. Segundo, porque el cambio se produce en uno de los países más rudimentarios, poblados y pobres de la Europa poscomunista (unas doce mil pesetas de salario). Un país, como Bulgaria o Albania, muy lejos del brillo corado en su carrera hacia el capialismo por las aventajadas Hungría, Polonia o la República Checa.
A pesar de su contundencia (votó el 76% del censo), el veredicto rumano no se produce en solitario. La nostalgia comunista en las elecciones de hace algunos años parece evaporarse en la región. Durante este mismo mes, los búlgaros han elegido un presidente derechista, Petar Stóyanov, y el vapuleo de su contrario ex comunista anticipa una vida política muy corta para su patrocinador, el primer ministro Zhan Videnov. Incluso en Eslovenia, el país-milagro surgido de la desintegración de Yugoslavia, la oposición derechista araña la formación de Gobierno, frente a los tecnócratas en el poder con incrustaciones comunistas.
Allí donde comicios recientes se han producido con un relativo grado de limpieza en Europa oriental (Albania y Serbia son las excepciones obvias), los votantes de finales de 1996 han dicho no al control de su vida por un sólo partido. En los dos casos más relevantes, Rumanía y Bulgaria, estos partidos son los antiguos comunistas renombrados.
En Rumanía, el sonado rechazo a Iliescu y los suyos, la Democracia Social, una formación clientelista para defender los intereses de los antiguos apparatchik, lo ha sido a una Pobreza insoportable, a una corrupción insostenible y al incumplimiento de las más significativas promesas de modernización y bienestar que siguieron a la caída del régimen de Ceaucescu. Constantinescu y sus aliados, alguno de ellos tan clave y tan ambiguo como el ex primer ministro Petre Roman, tienen por delante una tarea titánica para cumplir en medio año algunos de los 20 puntos de su contrato con Rumania, pieza clave electoral en la que se promete casi todo lo que haría felices a la mayoría de sus conciudadanos. Y no sólo porque en la Convención Democráta, el heteróclito paraguas centroderechista que cubre a Constantinescu, el nuevo presidente, tenga casi tantos enemigos como admiradores. El, cuadro clínico de Rumania es de cuidados intensivos. La inflación se ha disparado al 45%, el leu se desploma en la calle frente al cambio oficial, el sistema bancario hace agua y el oxígeno del Fondo Monetario es vital. Las niñas de los ojos del nuevo líder, OTAN y Unión Europea, son todavía un espejismo.
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