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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Jacques y José María

EL DESPLIEGUE de un jefe de Estado, dos jefes de Gobierno y veinte, ministros en la cumbre franco-española de Marsella contrasta con la parquedad de la última reunión bilateral entre José María Aznar y el canciller alemán, Helmut Kohl. Refleja también que las relaciones entre Chirac y Aznar, y por extensión entre ambos Gobiernos, parecen marchar bien. El presidente francés se ha convertido en el valedor de España para la plena y pronta participación de nuestro país en la moneda única europea.Unas buenas relaciones con el vecino del Norte resultan fundamentales para España, y no sólo en el terreno de la lucha antiterrorista. El cambio que impulsaron González y Mitterrand tiene ahora continuidad en sus respectivos sucesores conservadores. Pero ahora, como entonces, existe un riesgo de que tales buenas relaciones se conviertan en una excesiva dependencia española de Francia, no sólo económica y de seguridad, sino incluso política.

Por eso, más allá de reediciones de pactos de familia, este eje de la política exterior española debe verse complementado con una relación también estrecha con el otro motor de la integración europea, Alemania, rectificación que el Gobierno de Aznar ha empezado a efectuar y que debería notarse más en los próximos meses, tras un monocorde afrancesamiento de una primera hora en que el Gobierno de París apostó más por el dirigente del PP que Bonn. El propio Chirac ha entendido bien la situación, la aprovecha, e incluso se presenta públicamente en Marsella como si fuera valedor de Aznar ante Kohl.

En una coincidencia de afinidades, personalidades e intereses nacionales, la Francia de Chirac parece haber encontrado en España un socio fiable en el Sur, que permite aumentar el peso meridional y mediterráneo en una Europa unida en la que el peso de Alemania le puede resultar incómodo. Esta visión puede haberse abierto paso desde el pasado verano, y de ahí el cambio de perspectivas respecto a una moneda única en la que participarían más países, y los alientos franceses al esfuerzo presupuestario realizado por España, sin el conflicto social que ha acompañado medidas similares en Francia. Ésta intenta situarse también como interlocutora privilegiada con vistas a una política mediterránea que, como se anunció en Marsella, debe fomentar el triángulo Madrid-París-Roma.

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El que en una cumbre franco-española se hable no tanto de lucha antiterrorista, sino de convergencia económica, de posibilidades educativas, de la reforma de la OTAN -con Francia empeñada en lograr el mando sobre el Mediterráneo-, o incluso de una intervención humanitaria en Zaire -aunque no parezca lo más recomendable lanzar una iniciativa en esta zona junto a Francia-, es un signo sumamente positivo del cambio cualitativo que se está produciendo en estas relaciones bilaterales que se enmarcan en una política europea. A menudo los intereses franceses y españoles son coincidentes, otras veces se dan la espalda, y en contadas excepciones pueden llegar a oponerse.

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