Riesgos de la resta
Antes de que se siga extendiendo la epidemia de suprimir, recortar, reducir, los que mandan deberían tener presente que así comienzan las revoluciones: alguien a quien se le ha dado un dedo reclama una mano y probablemente un brazo. Quien ha comido una gamba quiere veinte, y quien ha probado un vermú tiende luego a secar el bar y arreglar el país primero y luego el mundo. Es una ley sabida. Sobre ella reposa la descomunal industria de las terrazas.Los bancos, notarios y registradores deberían apuntarlo: a quien se le han cobrado 8.400.000 pesetas por haberle prestado diez años antes 3.500.000 para comprar dos dormitorios y una cocina, en lo que sólo con buena voluntad se puede llamar vivienda, no se le pueden rebajar de golpe los intereses para cobrar sólo 7.000.000 por los mismos 3,5. Se podría preguntar qué rebaja es esa que le coloca la deuda en sólo el doble de lo prestado, en el segundo o tercer puesto de las hipotecas más altas de Europa, y a varias desventajas de las de Estados Unidos o Japón, donde que se sepa los banqueros no han fundado aún ninguna ONG, de apoyo a los hipotecados del mundo.
Y cuando al cabo de diez años de pagar 8.400.000 una sobre otra le dicen que registrar la cancelación le ha de costar ya no 125.000 pesetas sino sólo unas 80.000, entonces puede que caiga en cuenta de la sospechosa metafísica de la fórmula -pagar por cancelar un préstamo que sin embargo ya ha pagado sin una sola demora hasta la última peseta- y, como un moderno ilustrado, comience a preguntarse por qué. Así nacen los ateos. Y también los enfadados. Y cuando el tendero se enfada, como aprendieron tantos elegantes con peluca a lo largo de la Historia, se convierte en carne de barricada. No es fácil que haya barricadas en estos tiempos de números más difíciles todavía en el viejo y eficaz antídoto del circo, pero sería aconsejable no abusar de la cuerda.
¿Y en la ciudad? Ahí es donde la idea de supresión es verdaderamente peligrosa. Imaginemos por un instante que el ayuntamiento se vuelve loco y decide suprimir cualquiera de la docena de adefesios que ha permitido en los últimos treinta años como si pensara que eran granos de adolescente y pasarían con la edad. Es mucho imaginar pero para eso es hoy sábado, día de cultura y desmelene...
No hace falta ser Julio Verne para adivinar el apocalipsis. Pues a los ciudadanos no nos bastaría ver desaparecer los chirimbolos, por ejemplo, que serían sin duda los primeros en caer, por obvios, por feos y también por tontos. Como en los tiempos de Robespierre, reclamaríamos la presencia ante los Tribunales del Pueblo de los demás, desde el pretencioso paquebote que se robó La Vaguada, al cíclope de tebeo de la Moncloa, el tenebroso desfiladero de la M-30 o el invento de Colón, el mejor espacio aprovechado más aldeanamente (y mira que hay competencia).
Mas esa sería la revolución obvia, que ineluctablemente terminará por ocurrir, está escrito, cuando llegue al fin un alcalde que se merezca el nombre (por cierto: ¿alguien sabe qué fue de Alvarez del Manzano?). Justo después es donde se evidencia la astucia de quienes mandan. Pues estos discípulos de príncipes (Lampedusa y Maquiavelo) han terminado por comprender la metafísica alquimia de que hay que cambiar algo para que todo siga igual y, adelantándose a la revolución para impedirla, se han dedica do a suprimir y rebajar. Con mentalidad de posguerra recortan carreteras, médicos y sueldos. Descafeínan las asignaturas más trascendentes y las transforman en cromitos. Tachan exposiciones, desvían películas y distraen lectores con el loable intento de reprimir el despilfarro y meter dinero bajo el colchón. Realismo y disciplina como atajos hacia una felicidad que nadie ha precisado pero que se sospecha es la felicidad-mesa camilla de toda la vida.
Lo peligroso viene cuando la revolución repara en esos intermediarios que cobran sin que se sepa por qué, y nadie con poder distingue bien qué es justo y qué conveniente en la Revolución Restante (o Menguante). Que nadie pues se extrañe si por prudencia se prohiben los espejos.
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