Vidas cruzadas
Slobodan Milosevic y Franjo Tudjman, los presidentes de Serbia y de Croacia, han sido protagonistas principales de lo ocurrido en el espacio yugoslavo en los últimos 10 años. Razones no faltan, por lo demás, para colocarlos en un mismo trono. Se ha subrayado hasta la saciedad que uno y otro han sucumbido a la tentación autoritaria, que han encabezado movimientos nacionalistas inequívocamente agresivos, que han exhibido una impecable maestría a la hora de olvidar sus compromisos y que han sabido mover con sigilo, en fin, sus peones. Por si fuera poco, es más que probable que Milosevic y Tudjman hayan pactado en su momento, a escondidas, una prosaica partición de Bosnia.Pero hay un lance más que aproxima a los dos personajes: de un tiempo a esta parte, el nacionalismo serbio más derechizado -el de los Karadzic y los Seselj- ha tomado partido por una franca satanización de Milosevic y de Tudjamn, a quienes estigmatiza por su imborrable pasado comunista. Semejante apreciación ha contado entre nosotros con un estimable repetidor en las publicaciones de una editorial de Lausana, L'ge d'Homme, que ha seguido un curioso derrotero. Comprometida, primero, con un vago paneslavismo, a principios de la década en curso optó por una franca defensa de las políticas de Milosevic para luego, y a medida que las cosas se torcían, replegarse en provecho de un nacionalismo de ribetes religiosos y fundamentalistas.
La repentina satanización de Milosevic mucho le debía, como es fácil comprender, al giro que el presidente serbio -cada vez más renuente a respaldar en plenitud a sus aliados de Bosnia- le imprimió en 1994 a sus políticas. Una vez desempolvada la imagen del burócrata comunista, esta singular versión de los hechos pasó a sostener que Milosevic había sido el primero en emplear la fuerza en el proceso de desintegración de Yugoslavia; había recurrido a ella, eso sí, contra los serbios, al sacar a la calle los tanques en Belgrado en marzo de 1991. Su pasado, el de un gris funcionario titista, no podía por menos que traducirse, en suma, en un aferramiento a hábitos perversos y equívocas instituciones.
Tampoco Tudjman salía bien parado a ojos de Karadzic y los Seselj. A quienes, embotados por la confusión, no han caído en la cuenta del carácter ferozmente anticomunista de éstos, aun ahora les produce sorpresa su firme designio de recordar -en modo alguno de ocultar- que el presidente croata fue un colaborador militar de Tito. Las propias querencias icónicas de Tudjman y de Milosevic provocan hoy más un gesto adusto de perplejidad. Mientras el presidente croata ha echado mano siempre, y sin tapujo, de una patética identificación con la figura de Tito, éste no le es muy grato a un Milosevic más inclinado, pese a la obstinación de la derecha nacionalista serbia, a distanciarse del mariscal.
Desvaríos al margen, hay llamativas diferencias, con todo, entre los dos dirigentes que nos ocupan. Si Tudjman es, por increíble que parezca, un intelectual -autor de voluminosos libros en los que ha tenido a bien rebajar, por cierto, la importancia del holocausto judío durante la última guerra mundial-, Milosevic se nos aparece como un político en el sentido más rastrero de la palabra. Mientras Tudjman se halla imbuido de un esencialismo personalista -ahí está, si no, su proyecto de un valle de los caídos croata concebido como inequívoco homenaje a sí mismo-, en Milosevic se aprecia más bien un genio pragmático que sabe ahorrar energías y golpear en el momento preciso.
A duras penas puede calificarse al presidente croata, en suma, con otro adjetivo que el de nacionalista; de manera consecuente y sin escatimar elogios, uno de los textos publicados por L'age d'Homme le reconoce de buen grado a Tudjmnan su condición de tal. En Milosevic despunta, en cambio, un ingeniero del poder que, tras asumir sin rebozo el discurso de la Liga de los Comunistas, hizo suyo un nacionalismo de perfiles agresivos y luego, al menos en apariencia, optó por abandonarlo a su suerte.
Nada retrasa mejor esa fría y utilitaria capacidad de distanciamiento que un sorprendente intercambio de opiniones, con papeles cambiados, mantenido en Dayton por Milosevic y un encumbrado héroe de la multietnicidad: el a la sazón primer ministro bosnio, Haris Silajdzic. "Haris, ¿por qué insiste usted tanto en Uskolina? Es una aldea que no puede tener importancia para ustedes". "La tiene. Allí está la mezquita más antigua", repitió Silajdzic. "Ya no. Nuestros bandidos la han destruido", apuntó Milosevic. "Pero sigue estando la tierra sagrada en la que se edificó. Reconstruiremos el edificio sobre esa tierra", dijo Silajdzic. "Pensaba que usted era un hombre civilizado, Haris. Pero ya veo que es usted igual que Radovan Karadzic, quien no para de hablar de tierras sagradas", espetó el presidente serbio.
Las cosas así, habrá quien se pregunte qué es preferible: si la indisimulada barbarie que rezuman muchos de los compartimentos del nacionalista Tudjman de la pulida y tecnocrática hipocresía, sólo circunstancialmente preñada de nacionalismo, de Milosevic. Sin pretensión alguna de zanja tan enjundiosa cuestión queda la tentación del pronóstico: acaso Milosevic ha recorrido en los último años, con admirable rapidez, un camino que Tudjmnan se apresta hacer suyo, y es poco lo que falta para que el presidente croata, pulido y tecnocrático, también negocie sin rubor la adhesión de su país a la Unión Europea. Muchos serán los que tal y como ha ocurrido con Milosevic, buscarán un efecto reparador: el del olvido.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y coautor Los conflictos yugoslavos.
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