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300.000 belgas se echan a la calle para exigir a los poderes públicos que todo cambie

El dolor inmenso de los belgas se transformó ayer en un enorme y blanco paño de lágrimas. Una muchedumbre de más de 300.000 personas acudió a la capital desde los cuatro costados del reino para rendir homenaje a los niños asesinados o desaparecidos en los últimos años. Fue una impresionante manifestación silenciosa, mezcla de dolor y de rebeldía. Fue la mayor movilización popular desde el final de la II Guerra Mundial. Fue un mensaje al Gobierno, a la justicia, a la policía, al Parlamento, a toda la clase dirigente: sobre ellos pesa desde ayer el aviso de que todo ha de cambiar en el país.

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Nadie sabe a ciencia cierta cuánta gente abarrotaba los bulevares y las callejuelas del centro de Bruselas. La policía, con una prudencia exagerada, hablaba de 150.000 personas. Los organizadores, quizá mucho más cerca de la verdad, cifraban la muchedumbre en 325.000 personas. El Ministerio del Interior, más centrado, habló de más de 200.000. Es igual. La manifestación de ayer, la marcha blanca sobre Bruselas en homenaje a los niños desaparecidos o asesinados por Marc Dutroux y sus cómplices, forma ya parte de la historia del país.Ha sido una clamorosa llamada de atención a toda la clase política, a todas las instituciones. Los belgas están hartos de tanta disfunción y torpeza. Ayer no pasearon por el centro de la capital para reclamar el retorno de su juez, Jean-Marc Connerotte. No vinieron desde todos los rincones del país para abofetear moralmente a su primer ministro o para pedir un nuevo Parlamento. No quieren pequeñas cosas concretas. Quieren que todo cambie. Y que cambie con rapidez. Primer fruto: el primer ministro, Jean-Luc Dehaene, anunció anoche que el viernes presentará una propuesta para modificar la Constitución y reformar el sistema judicial.

Fue un espectáculo impresionante. Los vagones de metro se sucedían uno tras otro abarrotados de gente camino del centro. Los más afortunados aprovecharon la gentileza que reinaba por doquier para subirse a la cabina del conductor y no tener que esperar quizá horas hasta que llegara un convoy capaz de admitir más pasajeros. Los trenes procedentes de Flandes, de Lieja, de Mons, de todas partes tenían que esperar parados durante largo rato en la periferia para dar tiempo a que las estaciones pudieran acogerles.

Uniformes blancos

Los bulevares del centro estaban abarrotados desde dos horas antes. Cientos de miles de manifestantes desfilaron durante horas entre las estaciones del Norte y del Sur de Bruselas. Fue una conmovedora marea blanca. Gente con globos blancos, con gorras blancas, con sombreros blancos, con pantalones blancos, con faldas blancas, con flores blancas, con medias blancas, con sábanas a modo de capa, con sudaderas, con chándals, con chalecos, con brazaletes, con pañuelos al cuello o en la cabeza, con gabardinas blancas.Una marea de flamencos y valones, de moros y cristianos, de blancos y negros, de ricos y pobres, de niños, abuelos, adolescentes, padres con sus hijos en brazos. Unos lloraban, emocionados. Otros reían. Casi todos conversaban entre sí, satisfechos, saludando a los amigos con los que se cruzaban al azar. Pero nadie gritó: no hubo eslóganes de protesta, no hubo silbidos, no hubo protestas. Sólo aplausos espontáneos al pasar junto a ellos, felices por un día después de tanta amargura, los padres de las víctimas de Dutroux.

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