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El "sí o sí" a Maastricht

El ardor europeo de los españoles ha remitido mucho en 10 años de matrimonio, y es fácil apreciar que hemos pasado del amor platónico a una relación preñada de aspectos contables. Sin embargo, desengaños y curas de realismo aparte, seguimos disculpando la Europa ramplona que tenemos, perduran algunos rescoldos de la ilusión primera. Ésta es, al menos, la sensación que produce la práctica unanimidad con que nuestros más afamados economistas y políticos se han decantado por apoyar, e incluso exigir, la presencia de España en el selecto grupo de países que, salvo catástrofe, formará el óvulo constituyente del euro.Dudar siquiera de la bondad del calendario de esta singladura colectiva, casi cruzada, es sólo propio de espíritus proclives a la inmolación personal, y si no, recuérdense los cariñosos epítetos dedicados a Miguel Boyer, otrora experto oficial en asuntos monetarios y últimamente socialdemócrata arrepentido, sólo por sugerir que algunos países podían necesitar una agenda más dilatada que la arbitrariamente fijada en Maastricht para converger en la Unión Monetaria Europea, "a menos que estemos dispuestos a aceptar un precio demasiado elevado en materia de desempleo y de recesión". Está visto que en España la ciencia fracasa en la misión que Sánchez Ron le atribuye de "enseñar a pensar críticamente". Aquí se lleva el 11 sí o sí" que los argentinos han incorporado al lenguaje popular.

Esta sospechosa unanimidad no tiene tanta correspondencia en otros países, donde importantes creadores de opinión han explicado sus reservas sobre el proceso de la UME, pese a estar extendida la incontrastable idea de que, globalmente considerado, resultará un juego sumamente positivo. Así, Jacques Calvet, presidente de los fabricantes europeos de automóviles, ha manifestado "no esperar nada de esta Europa"; y un intelectual de la talla de Ralf Dahrendorf, antiguo comisario europeo, cree que el de Maastricht "es un tratado terrible, que en lo económico y monetario divide a Europa entre países ricos y pobres", al tiempo que se muestra convencido del craso error que supone pensar que la unión monetaria conducirá inexorablemente a la unión política. Éstos y otros parecidos augurios, algunos firmados por más de un Nobel de Economía, han engrosado el rebosante baúl británico.

Entre todas las críticas que ha suscitado el Tratado de Maastricht, la más importante le atribuye un sesgo deflacionista de la economía europea, cuyo potencial productivo se vería así constreñido por un exceso de ortodoxia monetaria y presupuestaria. Si esto fuera cierto, Dios no lo quiera, la creación de empleo se vería afectada negativamente. Por ahora, el escenario del euro reinante que se vislumbra contiene, de un lado, el esfuerzo permanente de sostenibilidad de las cuentas públicas (Waigel y Arthuis, ministros de Finanzas de Alemania y Francia, acaban de proclamar conjuntamente el objetivo de "lograr a medio plazo una posición presupuestaria cercana al equilibrio o con superávit", que es como decir adiós al uso anticíclico del déficit, y en la reunión de Dublín se ha confirmado que habrá duras sanciones para los distraídos), así como una obsesión por la inflación cero, que puede resultar un disparate económico.

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De otro lado, el escenario contempla la desaparición de las políticas monetarias y cambiarias, hasta ahora utilizadas profusamente por los Gobiernos nacionales (en el caso español, durante muchos años, casi en exclusiva) como mecanismos de defensa ante choques externos y pérdidas de competitividad relativa. Se acabará, por tanto, el recurso a devaluaciones deudoras de equilibrios perdidos, y los países más afectados no tendrán otro remedio que ajustarse a través de la reducción de los salarios reales o con una caída de la producción que redundará en mayor desempleo.

La cuestión no es baladí: los países más pobres se quedarán, como Gary Cooper, solos ante el peligro, porque la falta de instrumentos fiscales de solidaridad (derivada de minúsculo presupuesto común) no permitirá que Bruselas acuda en socorro de las zonas o países afectados por situaciones graves y repentinas de crisis. En esto, curiosamente, no imitamos el modelo norteamericano y tampoco parecen urgir el paro, la reforma inteligente y coordinada del Estado social o la reducción del otro déficit, el democrático, que impide al Parlamento Europeo controlar realmente a la Comisión, ese paraíso de burócratas.

La unanimidad de nuestros expertos se empieza a extender también al gran argumento del "sí o sí": en el exterior del núcleo primigenio de esta Europa de geometría variable y velocidades sin cuento hace mucho más frío,- y además, fuera de la pomada tendríamos también que alinearnos y desfilar con paso de oca. Nada peor, se ha escrito, que "quedarse fuera y tener que demostrar que uno se comporta como si estuviera dentro". A algunos nos puede parecer una crueldad infinita, pero no hay escapatoria, estamos atrapados. Los mercados, gendarmes de la ortodoxia imperante, no tolerarían otra cosa. Así pues, ¿para qué hacerse preguntas? Además, reconozcámoslo de una vez, conviene que nos disciplinen desde- fuera, dada nuestra racial costumbre de pasar el día en la playa o viendo crecer las flores, en vez de hacer deberes tan pendientes como una nueva reforma, estilo junco, del mercado laboral.

Es de suponer que a estas alturas del proceso convergente se habrá simulado ya la foto final de la UME, así como que le gusta a Alemania y no le disgusta a Francia. Los demás estamos obligados a creer que el cambio cultural que nos demandan los tiempos emite señales halagüeñas. Por ejemplo, hay que creer que todos os países implicados mejorarán significativamente su situación actual y que, por vez primera en la historia universal, un crecimiento sostenido, lo mismo que los huracanes recesivos, se distribuirán equitativamente por el territorio de la Unión, desde Tesalónica y Badajoz hasta Francfort y Estocolmo. La carrera no está completamente organizada y se desconocen aún pequeños detalles, con lo el itinerario exacto y el número de participantes que pasarán el corte inicial, pero se sabe de antemano que, si todos no ganan la prueba (cosa no descartada), al menos no habrá perdedores. A nadie se le ocurra

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pensar en neocolonialismos interiores, ni siquiera para cuando, a no tardar, ingresen en el club los doce países antaño comunistas. Lo que sea, sonará.

Es muy probable, casi seguro, que la renuncia al Tratado de Maastricht sería peor, como afirma Alain Touraine, que abandonarse a sus exigencias. No obstante, los sacrificios que se le reclamarán a la sociedad española en los próximos meses, para reducir considerablemente el déficit público y rebajar la inflación en más de un punto, merecen, además de la estimable colaboración de la "contabilidad creativa" (próxima asignatura en todas las universidades europeas, otro éxito del tratado), un debate público o, al menos, una somera explicación de los riesgos económicos y sociales que se corren en ésta y sucesivas fases de la UME, así como alguna idea sobre la actual posición de España en el desconcierto de los Quince. Si no es mucho pedir, y si puede ser. Se trata sólo de saber si debemos reforzar nuestra fe en el Bundesbank o seguir confiando, como tantas veces, en la Providencia.

Roberto Velasco es catedrático de Economía Aplicada en la Universidad del País Vasco.

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