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Reportaje:

Kabul, triste cárcel femenina

En el Afganistán de los talibanes ser mujer es una condena genética que se suma a la de vivir en un país miserable

ENVIADO ESPECIAL

Que se sepa, a todos los milicianos y mulás talibanes que en estos días han impuesto la sharia (la ley islámica) los tuvo que parir una mujer. Nadie se explica qué trauma debieron sufrir en el parto para que ahora, tergiversando el Corán hasta hacerle decir lo que en ninguna parte dice, hayan colocado al sexo femenino en el centro de su obsesiva represión. Por las medidas que han practicado en su territorio, como prohibir que las mujeres estudien y accedan a los puestos de trabajo u obligarles a amortajarse el cuerpo y la cara con un infame velo, hay que pensar que estos estudiantes integristas armados no deben tener ni hermanas ni madres, ni hijas ni esposas. Sólo enemigas.

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En el Afganistán de los talibanes, haber nacido mujer es una condena genética añadida a la de haber nacido en un país miserable que se paga con marginación y miedo. La mitad del país es hoy rehén del machismo llevado a la máxima expresión, la que se practica en nombre de Dios. Esta es la historia de varias de esas prisioneras, entrevistadas en las cárceles involuntarias de sus casas de Kabul, el orfelinato o el centro ortopédico para mutilados.

Sohiba Bibi mira a través de su ventana. Quince días sin salir de casa, cuando se tienen 25 años y energía para haber criado tres hijas, es una eternidad. Antes de que los talibanes entrasen en Kabul, Sohiba trabajaba como profesora con los parvulitos del colegio del barrio de Macrorawan. "Me puse a trabajar cuando mataron a mi marido, un oficial del ejército del [derrocado presidente Burhanudin] Rabani. De eso hace tres años. Estaba de 7 a 12 con las niñas del colegio. Luego volvía a casa para cuidar de los míos". Un velo transparente le cubre la larga cabellera negra. Tiene tres niñas de corta edad.

"Los talibanes han arruinado su futuro, y el mío. Antes ganaba 100.000 afganis al mes y con eso [unas mil pesetas] pagaba parte de los 150.000 afganis [1.300 pesetas] del alquiler del piso". El piso es un cuchitril desamueblado sin electricidad, húmedo, en un barrio de bloques edificado por los rusos. "Si en Occidente hay libertad, en Afganistán también debería haberla, porque el islam dice que hombres y mujeres somos iguales. Los talibanes han leído mal el Corán", opina.

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Galaly ha cumplido 38 años y ya parece una abuela. Además de parecerlo, lo es. Sus dos hijas, las mayores de seis hermanos, le han dado dos nietos. El descanso obligatorio que los talibanes le han impuesto a ella, profesora en el Instituto Ferdawsy desde hace diez años, es más dañino que los peores trabajos forzados. La han anulado de la noche a la mañana.

Su piso en el barrio de Macrorawan es en Afganistán el de una familia de clase media relativamente afortunada. "Me gusta la música, pero los talibanes la han prohibido en la calle, y Radio Kabul sólo emite lecturas del Corán", se lamenta. "Dónde voy a sacar dinero para comer si no me dejan trabajar?", exclama. Con todo, el dinero no es lo más importante para ella, sino que no dejen a las mujeres estudiar. "Mis dos hijas, de 23 y 19 años, están casadas y seguían yendo a la Universidad. Quieren ser jueces.Querían, mejor dicho", agrega. Gagaly se lamenta de no recibir ayuda oficial como viuda Y cabeza de familia. Tampoco de la Cruz Roja, cuyo programa de distribución de alimentos sólo alcanza a 26.000 de las 40.000 viudas que hay en Kabul.

Es viernes, el día sagrado del islam. El día también de las visitas al orfanato de Kabul. A muchos progenitores no les ha quedado más remedio que dejar a sus hijos en esta cárcel in fantil sin agua, luz, profesores, calefacción ni medicamentos. Al menos dan tres platos de comida al día. Shamia lleva en brazos a su niña de 2 años. Sus otros tres hijos llevan un año internos aquí. Shamia no posee nada. La guerra destruyó su casa, en el lado oeste de Kabul. Su marido, comerciante, murió por el impacto de un obús. Los talibanes le han arrebatado el puesto de trabajo que hace dos meses había conseguido en el Banco Central de Afganistán. Ve a sus hijos una vez a la semana en el orfanato. "Es la primera vez que vengo desde que llegaron los talibanes. Lo he hecho a escondidas. Tengo mucho miedo. Por la noche no puedo dormir pensando en las condiciones de vida de mis niños", dice con rabia.

En un patio soleado, una veintena dé mutilados por las minas aprende a caminar. Viejos que se apoyan en muletas grises y enseñan sus muñones con una condecoración. Muchachos a los que una mina enterrada les arrancó las piernas. Roh Afta enseña a apoyar las muletas a Zair Bibi, una niña de 14 años que hace ocho meses se quedó sin piernas y que, analfabeta, mutilada y mujer se ha quedado sin futuro. Roh sige acudiendo al Centro Ortopédico de la Cruz Roja, donde desde hace dos años que trabaja como rehabilitadora de mutilados e inválidos.

Si la echasen del trabajo, su destino sería enterrarse en vida. ¿Por qué? Se arremanga el pantalón y enseña una pierna de plástico y madera. "Yo también soy mutilada. Ocurrió cuando tenía 11 años. Ahora tengo 23. Me enseñaron a andar con la prótesis dos años después del accidente. Luego estudié en la escuela de fisioterapia y empecé a trabajar".

En el barrio de los Bloques de la Policía, la abuela Saltant, de 70 años, vive con. su nuera Torpecay, de 34, y los cinco hijos de ésta, tres varones y dos féminas. Piensa en los tres hijos que le mataron en la guerra. El que sobrevivió, de 29 años, es el bendito que les da de comer gracias al carrito oxidado con el que recorre las calles devastadas vendiendo chucherías y retales. Torpecay trabajaba en el Ministerio de Asuntos Sociales-donde, como en todo el entramado administrativo afgano, las mujeres representaban entre el 70% y el 80% del personal "Ningún país puede salir adelante sin nosotras. Si una mujer fuera aquí primer ministro, las cosas irían mejor. Esta discriminación les incomprensible", continúa. La máquina del tiempo se ha estropeado, y estos fanáticos religiosos medievales han surgido de repente en una sociedad que aspiraba a entrar en el próximo milenio. "Para derrotarles sólo podemos usar el camino del islam, argumentando con sus mismas palabras. Los derechos humanos de Occidente no nos servirán de nada, no lo entienden", dice en su escondite de Kabul una integrante del antiguo Gobierno comunista, con el pánico asomando en el fondo de los ojos.

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