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Tribuna
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Efímera cinematografía

Ahora que Azorín parece haber recuperado su magisterio gracias a un discurso académico, puede resultar oportuno apoyarse en el título de uno de sus libros, El efímero cine, reeditado recientemente, por cierto. Efímero, en efecto, por su condición momentánea, como la de la música, y efímero, sobre todo, al perder en cuestión de años la luminosidad y la definición originales -gris y gris en vez del maravilloso blanco y negro de antaño, rosa y caca en lugar del mejor tecnicolor actual- hasta resultar aniquilado, literalmente hecho polvo, si queda abandonado a su suerte.Pero efímero -o mejor dicho, efímera-, es también una clase de fiebre, según la definición establecida hace siglos por el licenciado Covarrubias: calentura que se termina en sólo un día. Y así, bien podría hablarse igualmente de una efímera cinematografía, causada por el entusiasmo o la emoción que nos produjera en su día la contemplación de una o muchas películas, y de la cual calentura, curiosamente, no queremos volver a oír hablar.

Asombra la ingratitud con que todos hemos pagado al cine, empezando por el público. Aún recuerdo la indignación que, siendo niño, me producía el comentario de gentes que, tras haberse reído y reconciliado con la existencia gracias a La fiera de mi niña o La pícara puritana, exclamaban en la misma sala mientras se ponían el abrigo: "¡Valiente americanada!". La revisión de una película aplaudida hace veinte años es rechazada hoy con un tajante: "Yo ya la he visto". ¿Qué pensaríamos de alguien si rehuyera una sinfonía de Beethoven pretextando: "La oí una vez en Barcelona", o eludiera una visita al Prado puntualizando: "Ya he estado allí, y además tengo un calendario de Las lanzas". ¿No se puede disfrutar de una película tantas veces como apetezca, o, mejor aún, se necesita, al igual que hacemos con un disco, con un cuadro o con ese poema favorito que parece escrito a propósito para uno?

Los hombres de letras, por cierto, no son una excepción. Para la mayoría, el cine tampoco pasa de ser calentura de una jornada, o de una edad cuando más. Y no me refiero a escritores de tiempos pioneros, que lo desconocían por considerarlo diversión impropia de su cacumen, como el ínclito don Miguel, sino a bastantes de los autores actuales, que nacieron -y tanto aprendieron- con él, a pesar de lo cual siguen ignorándolo sistemáticamente en comentarios, ensayos o memorias, considerándolo, al parecer, pasatiempo ocasional o debilidad disculpable, algo así como el caramelillo que chupamos no sin placer pero sólo cuando pica la garganta.

Más aún, si a veces lo traen a colación, puede ser para darle una lanzada, al juzgarlo a través de módulos exclusivamente literarios, reprochando la liviandad lo la poca enjundia de sus argumentos, olvidando el valor único de una mirada expresiva, el peso de la presencia en vivo del héroe, la huella dejada en nuestro ánimo por una imagen nueva. Repiten, sin caer en la cuenta, el error de quienes hace siglo y medio, en los albores del impresionismo, clasificaban los méritos de una pintura según la importancia de su argumento. ¡A lo que quedarían reducidas ciertas novelas ilustres si les aplicásemos un criterio estrictamente cinematográfico! ¡Qué errores de estructura, cuánta desproporción, cuánta insistencia, cuánto truco, enmascarado todo en la magia de las palabras y el buen decir del autor!

Los empresarios tampoco suelen mostrarse agredidos con el que, encima, es su medio de vida. Todavía hoy, en nuestro país, se podría contar con los dedos de una mano los productores que gastan en tirar internegativos o interpositivos de sus películas, guardando intacto y bajo siete llaves el patrón original. Algunos incluso siguen viendo con extrañeza que instituciones como filmotecas, festivales o archivos pretendan atesorar los restos de un filme, una vez agotada su explotación. Sólo la posibilidad de cobrar en un futuro derechos de televisión les impide despreocuparse definitivamente del producto propio, como ocurriera hasta ayer mismo.

En cuanto a distribuidores y exhibidores, la calentura del negocio, al ceder, se convierte en indiferencia cruel. Las películas son mutiladas para ajustarlas a un horario, se oscurecen al proyectarlas con lámparas gastadas, se marcan con gruesos trazos en las cabinas, se arañan al permitir que corran de cualquier manera y, por fin, son pasadas a cuchillo cuando ya no dan más de sí.

Nadie, sin embargo, más falto de generosidad, más obtuso en su actitud con el cine que los Gobiernos. Hablan de salvar el patrimonio cultural de sus respectivos pueblos, pero está claro que por tal sólo entienden bienes tangibles, sean éstos piedras, lienzos o partituras, mientras las imágenes cinematográficas parecen bienes evanescentes, sombras huidizas, ceniza de diversiones pretéritas a fin de cuentas. Olvidan que, gracias, a ellas, prácticamente la totalidad de sus administrados descubrieron el amor antes de sentirlo, conocieron otras gentes y otras tierras aun sin haber viajado, descubrieron "que la vida iba en serio" cuando no habían sentido sus zarpazos, y -dato asombroso, confirmado recientemente- sueñan, en un sentido literal, no literario, según la gramática visual aprendida desde chicos en las pantallas, es decir, en planos. Nunca ningún invento, arte o artilugio ni, por supuesto, ninguna política cultural- había transformado en tal grado la mecánica del pensamiento, la consciencia y la subconsciencia del hombre, por no hablar ya de sus principios morales.

Las piedras llevan una eternidad en pie y, por lo general, pueden aguantar doce meses más; los lienzos resistirán ese tiempo; las partituras y las publicaciones no se evaporan, al menos con tamaña rapidez. Por contra, cada día, cada hora y cada minuto de este año -el Año del Cine, señores-, implicará la pérdida irrecuperable de buena parte del mejor esfuerzo creativo desarrollado por la humanidad en lo que va de siglo.

Las imágenes de esa película que abrió fronteras personales, hacia fuera y hacia dentro, que nos arrebató, por la cual salimos a la luz de la calle transformados, bailando o con el pecho henchido, dispuestos a comernos el mundo, esas imágenes que literalmente son parte de nosotros mismos -de la ciudadanía en su conjunto- se borrarán, huirán a la nada para siempre jamás.

La Unesco ha convocado una operación universal de salvamento. Y en este país, la Academia, las filmotecas, los historiadores, distintas fundaciones profesionales han suscrito el llamamiento, urgiendo a las administraciones públicas a aprovechar un centenario que, en buena parte, es también el de nuestros pecados, para emprender en serio la ímproba tarea.

Ojalá sea así. Porque, además, al volver la vista para hacer recuento, acabamos de descubrir algo que jamás sospecháramos antes, devorados quizá por el autodesprecio y nuestra tradicional falta de imparcialidad: él cine español no era tan malo ni tan raquítico como creíamos los españoles. En su conjunto, y aun a falta de grandes personalidades internacionales -con la excepción de todos conocida-, constituye una cinematografía extensa, antigua y respetable, con títulos y nombres dignos de difusión y conocimiento. No permitamos, pues, que la bendita calentura de quienes lo hicieron y lo amaron un día haya resultado efímera también.

José Luis Borau es cineasta y presidente de la Academia de Cine

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