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La edad de los libros

Aprovechando la lentitud del domingo -el domingo mide el doble que el sábado y por lo menos el triple que el martes-, el otro día regresé a casa de pasear por Recoletos y, mientras buscaba espacios con el mismo optimismo con que los estudiantes preguntan estos días por pisos a buen precio, estuve rastreando en mi biblioteca los hallazgos de años en la Feria del Libro Antiguo, que ya no se apellida y de Ocasión sino Viejo. (Un cambio oportuno y acertado, dicho sea entre paréntesis, ahora que los tecnócratas se han instalado para siempre en la falta de respeto a los mayores llamándoles personas de la tercera edad cuando se ve claramente que son viejos, todo lo más ancianos, y a mucha honra pues viejo y anciano suena mucho mejor que cualquier jerga de burócratas.)"Una noche, / Una noche toda llena de perfumes, de murmullos y de músicas de alas./ Una noche, / en que ardían en la sombra nupcial y húmeda las luciérnagas fantásticas..." Aunque se cumplan sus cien años, los versos famosos de José Asunción Silva, nacidos en las callejuelas de luz trágica de una ciudad de los Andes, resuenan jóvenes en el que esperemos haya sido el último domingo del verano -32º grados a las seis de la tarde-, aunque un tanto insólitos tratados por Unamuno en un prólogo de 1918 con la mejor voluntad y el atávico desconocimiento que incluso aquellos españoles cultos tenían de América.

De diez años después es una muy azarosa antología de teatro que al parecer los de la Residencia de Estudiantes realizaron, un poco al modo de hoy, de obras de la época entremezcladas de discursos políticos -aquella florida oratoria que nuestros contemporáneos han hecho buena y de improvisaciones gastronómicas. Silva de lenguas y paladares, se llama el opúsculo que me resisto a guardar en mi caja fuerte, entre otras cosas porque mis cajas son todo menos fuertes, y al que me cuesta aludir porque sé que los bibliófilos se van a lanzar y, si hay otros ejemplares, devaluarán el mío. (Aunque no pienso venderlo.)

Precisamente el reinicio de las obras en el Transatlántico de la Residencia de Estudiantes (es un edificio, tranquilícense, no un nuevo estadio) parece relanzar la idea de una Gran Biblioteca del 27, algo que hace unos años no hubiese parecido necesario -se hubiese dicho que el 27 había superado el bache de la Amnesia, también atávica, y afrontaba el grave peligro de la Estatuaria, nuevo en España para la subespecie de los escritores-, pero que tal vez sí lo sea: Cuando hace unos días me dijeron que Lorca se está cayendo de ciertas listas de recomendaciones escolares me pareció tan inverosímil como, digamos, la cabalgata de Gil y Gil en primavera ¿recuerdan? Sin embargo, cuantos más telediarios veo (y eso que sólo veo las segundas partes, después de la Loa al Líder), más me convenzo de que esa caída es no sólo posible sino que entra en la lógica de las cosas.

Poco a poco, centímetro a centímetro, en mi lento domingo voy comprobando que, al igual que ese opúsculo de la Residencia de Estudiantes, mis otras conquistas de la Feria del Libro Viejo hablan de territorios muy lejanos e improbables. Una colección de flores tropicales dibujadas por Mutis y por Caldas cuando la expedición de Humboldt. Un viaje de Rose Macaulay por entre los nativos de la Inglaterra carbonífera. Una edición de La isla del tesoro ilustrada por un falso Gustave Doré, casi más interesante que el verdadero. Un falso falso Max Aub que sin embargo no es auténtico. Un diccionario de farmacia que suelo leer para tranquilizarme cuando me duele algo: dice las cosas con tanta seguridad que uno casi se lo cree...

Una vez hecho el recuento hay algo que me inquieta: el contraste entre estos libros y todos los demás que los rodean ¿querrá decir algo? ¿Significa acaso que los libros antiguos son improbables? ¿Quizá somos nosotros, sus lectores, los antiguos, los de ocasión? ¿Por qué son casi siempre libros de viajes lejanos? ¿Será que están a punto de desaparecer en el horizonte? ¿Disolverse?

Y si es así, ¿por qué parecen más jóvenes que muchos de los otros?

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