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Horror: la reforma de la sanidad

Joaquín Estefanía

Para conservar el Estado de bienestar hay que reformarlo. Ésta es una opinión unánimemente aceptada en Europa, y buena parte de, los movimientos presupuestarios en curso (otros no; otros quieren sencillamente liquidarlo) tienen que ver con ello. Una porción principal de esta reforma la protagoniza la sanidad, elemento central del welfare.

Los datos son avasalladores: el gasto en sanidad se ha duplicado como porcentaje del PIB en los últimos 30 años en los países industrializados de la OCDE; España dedicaba en 1982 a gasto sanitario menos del 5% del PIB (la media de la Comunidad Europea superaba entonces el 6%), mientras que 10 años después nuestro país había subido más de un punto porcentual y estaba cerca de la media europea (6,70% en la UE, en 1993). En los últimos años, el gasto sanitario en España se incrementa a ritmos cercanos al 10%. Además, la tendencia durante los últimos tres lustros ha sido la de universalizar todo tipo de tratamientos para todo el mundo. Por razones demográficas y financieras, esta exigencia genérica de las opiniones públicas no la puede soportar ningún país de la Tierra.

Cuando los políticos tienen la mala suerte de enfrentarse a la necesidad de una reforma de la sanidad se llenan de pánico, pues saben que es, junto a la de las pensiones, el mayor foco de conflicto que pueda darse. No en vano los ciudadanos buscamos la mayor protección para los momentos de debilidad: desempleo, enfermedad y vejez. Fue la reforma de la sanidad la que atrajo las mayores preocupaciones de Clinton en la primera parte de su mandato y la que lleva con la lengua fuera a algunos Gobiernos que se han sumergido en su superación (Holanda o Nueva Zelanda). Tras la concienciación de su urgencia en España -labor que corresponde a Ángeles Amador, una ministra a la que va revalorizando el tiempo-, el Partido Popular se ha topado con la perentoriedad de limitar los gastos de la sanidad si quiere cumplir las obligaciones europeas, y racionalizar su futuro si aspira a mantener un sistema público de sanidad, como ha prometido solemnemente.Después de haber hecho toda la demagogia posible con el asunto en los tiempos de la oposición (cada día que pasa resulta más enternecedor contrastar los discursos de algunos candidatos con los que ahora ejercen desde el poder), el PP demanda ahora al resto de los grupos parlamentarios un gran consenso (una especie de "Pactos de Toledo de la sanidad", en expresión de Aznar) para la reforma de la misma; ello conllevaría una mayor legitimidad de los sacrificios que tendremos que hacer los ciudadanos.

La idea es buena, pero tiene dos grandes limitaciones: en primer lugar, saber qué tipo de reforma se quiere hacer, aspecto inédito, ya que las declaraciones han sido contradictorias y conducido al desconcierto, y sólo abordan el adelgazamiento de lo que existe, sin modelo alternativo. La segunda restricción es metodológica: no se puede pasar de gobernar por decreto ley en lo agradecido (por ejemplo, rebajar los impuestos a las rentas de capital) a intentar ' pactarlo todo en los sacrificios; acordar las estrategias a largo plazo no exime de tener que afrontar las consecuencias impopulares de administrar en el corto. El Ejecutivo debe elegir con premura las prioridades entre el medicamentazo, el recetazo, la limitación del negocio de las industrias farmacéuticas o de las farmacias (precios o cantidades), o lo que sea, si pretende que el recorte de los gastos estructurales del sector no se quede en un mero maquillaje de las cuentas para el examen de entrada de Maastricht.

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