Una guerra buena
LA LLAMADA guerra de las gasolinas, iniciada por Repsol con una rebaja de una a tres pesetas por litro, y a la que se han sumado a regañadientes CEPSA y Total, tiene el interés de la novedad. Su incidencia real es muy limitada -un conductor que utilice súper y haga 10.000 kilómetros al año ahorrará unas mil pesetas-, pero tiene el mérito de romper un inmovilismo de estatua: la liberalización introducida en 1990 al sustituir el sistema de precio fijo por el de precio máximo no había producido hasta ahora ningún efecto de competencia real en precios. Las compañías petroleras se las han arreglado para mantener homogéneo el precio de venta al público, siempre muy cerca del tope máximo. La pequeña ruptura de ese escenario por algunos supermercados -que ofrecían rebajas en los combustibles para atraer clientela a otras secciones del negocio- fue el primer síntoma de que algo se movía. Ahora, la cosa podría ir más lejos.Podría, pero no es seguro. Porque Repsol ha anunciado que no recurrirá a, nuevas reducciones globales de precios que continúen la cadena de la competencia y porque las compañías refineras y comercializadoras están en una fase de beneficios a la baja que favorece las opciones más conservadoras. La guerra podría quedarse en escaramuza si las dos grandes, CEPSA y Repsol (que controlan cerca del 80% del mercado), deciden mantener la distancia actual de 1,50 pesetas respecto al máximo; e incluso es posible que esa distancia desaparezca si, el Gobierno, finalmente, opta por aumentar la fiscalidad de las gasolinas para cuadrar el Presupuesto de 1997.
En realidad, todo parece indicar- que la iniciativa ha estado motivada por algún movimiento del Ministerio de Economía en el sentido de incorporar como impuesto el margen de dos pesetas por litro que entraba en la fijación del precio máximo. Éste se compone de un precio base (resultado de ponderar el precio del crudo antes de impuestos en seis mercados europeos), más los impuestos, más ese margen especial de dos pesetas, establecido precisamente para estimular la puesta en marcha del mecanismo de la competencia. A la vista de que tal mecanismo no arrancaba, el ministerio pensó añadirlo a los impuestos -lo que supondría una recaudación extra de unos 40.000 millones al año- como una de las formas de aligerar el déficit público sin afectar al precio final y, por tanto, a la inflación. Al adelantarse a bajar ligeramente el precio de venta, Repsol, la mayor compañía del sector, intenta frenar esa iniciativa del Gobierno demostrando que sí hay un principio de competencia: prefiere bajar una peseta al cliente antes de que Hacienda le quite dos.
Se trata, pues, de una medida defensiva de las compañías destinada a controlar y limitar los efectos de la liberalización. La rebaja supondrá una reducción de beneficios de unos 1.500 millones en Repsol y de unos 600 millones en CEPSA, cantidades en principio tolerables. Pero las guerras, incluso las comerciales, se sabe cómo empiezan, no cómo acaban. Especialmente si entran en juego las otras medidas de discriminación de precios anunciadas, que introducirán variaciones en función de factores relacionados con el transporte y almacenamiento (proximidad a las refinerias, etcétera). Este atisbo de guerra de precios debe permitir, si se mantiene y profundiza, liberalizar totalmente los precios, como se ha apresurado a manifestar el ministro de Industria, Josep Piqué.
En cuanto a los efectos sobre la inflación, son obvios, aunque moderados: seguramente no supondrán una rebaja superior a dos décimas del IPC; pero puede ser el margen entre cumplir y dejar de cumplir ese importante requisito del Tratado de Maastricht.
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