Oliveira hace en "Party un nuevo alarde de agilidad imaginativa
Interesante e irregular bautismo de Julian Schnabel en "Basquiat"
ENVIADO ESPECIALAlguien, tras el tropiezo de El convento, dedujo que el cineasta Manoel de Oliveira había entrado, a los 87 años, en el declive, pues el agilísimo creador de Valle Abraham y A caixa se mostraba allí torpe y con síntomas de esclerosis imaginativa. » El espejismo se desvaneció ayer aquí con Party, nuevo alarde de transparencia mental y de precisión en el oficio de un cineasta que, con 88 años, es de los contados que tienen algo inédito que decir en el cine. Completó la jornada otro buscador de imágenes rompedoras, Julian Schnabel con Basquiat.
El artista plástico neoyorquino Schabel con Basquiat intenta, y consigue a medias, un bautismo cinematográfico fuera de norma, como el mundillo de artistas que rodearon la figura de Andy Warhol que pretende representar.Manoel de Oliveira es un hombre de cine incatalogable, que sin término medio repele o fascina, es rechazado o aclamado. Su vasta obra, que arranca de los años treinta, es en todo caso un rasgo identificador del rincón más refinado del cine moderno. Y este rasgo se hace tanto más pronunciado cuanto más años tiene a sus espaldas este -tras la retirada de su casa de Akira Kurosawa después de la testamentaria Madadayo- patriarca casi nonageriano, pero erguido como un muchacho principiante que busca entre la selva de imágenes que produce Occidente una senda propia, sólo suya, que re corre sin otra compañía que la de unas cuantas sombras imperecederas del cine clásico, que se convierte en sus manos en cine de avanzadilla, en islote de elegancia en medio del chaparrón de zafiedad que pringa a diario las pantallas.
Viejas pasiones
Party es otra intensa condensación de sus hermosas viejas pasiones, que conserva intactas y que, a través de su mirada, parece que contemplamos por primera vez.Estamos ante una rara especie de monólogo a cuatro voces -maravillosas voces, entre las que saltan chispazos del genio de la gran actriz griega Irene Papas- sobre si hay o no un sentido en el suceso de vivir, en el que el verbo visual de Oliveira se vertebra de nuevo en la bellísima escritura de Agustina Bessa-Luis, que permite a la cámara de Oliveira saltar de una imagen a otra entre choques de ideas y de emociones y transitar sobre un raro territorio de nadie, situado en la zona común que separa y enlaza el dolor y el humor o, si se quiere, la tragedia y la comedia. Si se entra en ese inefable universo fronterizo, no se sale; pero hay mucha gente que se queda fuera de tan radical alternativa y se desentiende de la pantalla.
Incluso en eso es Oliveira libre: deja la puerta del cine abierta a las sensibilidades que no vibran con sus vibraciones, pero echa el cerrojo tras las espaldas de aquellas que entran en su estancia y juegan a su juego. Y en estos, en quienes atrapa, deja huella, marca.
Todo cabe ante la pantalla de este poeta portugués, salvo la indiferencia. Expulsa o secuestra, irrita o engatusa, pero en un caso o en otro siempre crea libertad, que es en cine la única creación que sobrepasa lo efímero, pues la poesía visual de este maestro se deja (no sin ciertas dificultades) contemplar, pero jamás se deja (como el cine rutinario o convencional, incluido el bueno) consumir.
En esta radicalidad la que le falta al veterano en otras formas de expresión, pero principiante en cine, Julian Schabel. -Su Basquiat rememoración de la vida de este infortunado pintor de acera neoyorquina, un singular caso de expresionista ingenuo sin equivalente en el mundillo de farsantes y advenedizos que formó la corte del célebre -y hay quien dice que principal simulador- Andy Warhol en el Manhattan de los años setenta y ochenta.
En su filme, Schabel logra muchos momentos preciosos, en los que mezcla incursione en la escuela del videoarte con el tono y al estilo que dejó flotando en los ambientes vanguardistas neoyorquinos la tradición del cine underground de los años ciencuenta y primeros de los sesenta, flotación de la que sólo logró escapar del todo el gran John Casavettes, que tenía alergia a los estancamientos.
Pero esta película hecha de momentos no alcanza el grado superior de unidad, pues algo (tal vez una sobrevaloración del collage visual, que funciona sobre un vídeo o un lienzo, pero que encuentra graves obstáculos para sostenerse sobre una pantalla cinematográfica) la desmembra. Y es que a Schnabel le falta la Agustina Bessa-Luis que pone el orden y la palabra de una roca bajo los pies de Oliveira.
La escritura de Basquiat no es que sea mala, es que no existe y, al no haberla, los fugaces momentos visuales se escapan como el agua que corre entre los dedos y todo queda en hermosos destellos desorganizados, en buena pero simple pirotecnia visual.
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