Lo peligroso es llegar
Hasta que llegaron a la frontera no tuvieron problemas, aunque se los temían: desde la salida les habían advertido que el verdadero peligro llega tras el aterrizaje. Y en efecto: bajo un cielo azul y un sol radiante -en busca de los cuales, precisamente, habían sido enviados-, un hombre uniformado con gorra y guantes higiénicos propios de los aprehensivos países ricos les miró con descaro y, como se habían temido, los separó sin miramientos: pues a la última generación de aduaneros europeos los hacen con menos corazón que nunca, para que no se apiaden, y les ponen a cambio una nariz húmeda y sensible de sabueso. Los de Barajas no son la excepción.Y en efecto éste, sin cortarse un pelo, les estuvo olfateando, deteniéndose cómo no en las cremas de ella, y examinando con descarada sospecha los granitos en la piel morena de él. Y tal como les habían advertido que podía suceder, con los mismos guantes higiénicos el guardia los separó y los metió en dos transportes distintos para su traslado a opuestos lugares de Madrid. Ya se pueden imaginar los lamentos y llantos. Pero el aduanero ni siquiera les mostró la más pequeña rendija para que le pudieran conmover (algo de todas formas imposible puesto que la máquina que bombea su sangre es de un plástico especialmente endurecido), nada más ver tres lágrimas los encerró en sendas camionetas sin ventanas -iban pues con frío y a oscuras-, y les envió a sus destinos. No pudieron ni despedirse. Y aunque no antiguo, su amor era intenso. María Cassata y Leonardo Polo se habían conocido una semana antes, a la salida del pueblo donde ambos habían nacido. Es cierto que en estos tiempos el paisanaje es argumento hasta para ganar en un concurso de inteligencia pero lo suyo fue un amor a primera vista: desde el mismo instante en que se vieron comprendieron que no podrían resistir una separación y el día que los separaran, morirían. Y llenos de esperanza en un milagro, durante todo el largo viaje -duro viaje de emigrantes a la antigua sin detenerse, por carreteras secundarias y solitarias para no pagar autopista- se mantuvieron cogidos de la mano, consolándose mutuamente en la dureza del frío y la noche y alentando la esperanza en un futuro que irremediablemente afrontarían juntos.
Pero un uniformado cruel (¿no lo son todos los uniformados?) les envió en transportes igualmente blindados y oscuros, sin posibilidad de defenderse, a dos puntos opuestos de Madrid: él fue parar a una pequeña pensión de inmigrantes en la recalentada zona de Recoletos y Atocha, cerca de la inquietante comisaría de Los Madrazo, que es la que vigila a los extranjeros y les permite transitar, donde me lo encontré yo a punto de sucumbir bajo la avalancha de turistas hambrientos de pintura negra de Goya y acalorados y para quienes lo mismo da 4 que 40 a la sombra.
En cuanto a ella, pobrecita, fue enviada a un club pijo de las afueras, en donde, indiferentes a sus problemas de papeleo y su historia sentimental, codiciaban su título de condesa: eso es algo propio de la burguesía de todos los países, y también la madrileña. De modo que allí fue alojada, y aunque es cierto que la proximidad del golf, el tenis y una piscina le daban mayor esperanza de vida, no lo es menos que más tarde o más temprano terminaría por llegar su hora; como a todos. A ella le perdí la pista, y no sé cuál habrá sido su destino.
En lo que a él respecta, puedo dar cuenta de su última hora puesto que tuve en ella un indeseado protagonismo. Cansado pero feliz como los miles de turistas con los tesoros del Prado, como en parecidas ocasiones me pregunté al salir qué podía hacer para celebrar tanta maravilla que ha tenido la suerte de ser elegida como el buque insignia de la cultura española (Goya y Velázquez ya pueden respirar, tranquilos). Preguntándomelo fui a parar a la pensión de nuestro amigo Leonardo Polo, y su simple vista me sugirió la idea que andaba buscando. Y mira qué ca sualidad, me tocó él en suerte. Por lo general elijo un Negrito, pero ese día me dio por recordar mi juventud y elegí un almendrado. Y salió él, y me contó su historia. Una historia terrible, sin duda. Pero murió con dignidad, sin una queja, consumiéndose en el ardiente mediodía. Antes de su último suspiro le prometí que me interesaría por el futuro de María Cassata, de la que por cierto él nunca supo que era condesa. Ya poco importa. Polvo somos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.