_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Los dioses traicionados

Vivimos condicionados, hasta cierto punto sometidos, por imágenes externas del mundo hispanoamericano. Antes, hace veinte o treinta años, éramos la región de la selva, de las dictaduras bárbaras, de las guerrillas emancipadoras, de los buenos salvajes. Inventábamos estupendos artefactos literarios, pero ellos correspondían a la perfección a la visión europea, occidental. Correspondían y a la vez la confirmaban. En la América llamada Latina no había ciudades al estilo de Bilbao, de Marsella, de Bruselas. Sólo había Macondos y Comalas, lugares donde la gente dormía 20 años, donde llovía como en los diluvios bíblicos, donde no se podía saber si los habitantes estaban vivos o muertos. El realismo mágico era una coartada europea que nosotros, sin pensarlo dos veces, habíamos aceptado.Sospecho que la imagen dominante que proyectamos ahora es la de la droga y todas sus consecuencias: la droga, su tráfico, su mafia, sus lavados de dinero, sus crímenes. El Gobierno de Estados Unidos le niega la visa al presidente constitucional de Colombia debido a la intervención posible, más que posible, de los fondos del narcotráfico en su campaña electoral. Es una decisión extraordinaria, un hecho insólito en la diplomacia moderna, pero no nos sorprende demasiado. Después del desmoronamiento del comunismo, Estados Unidos, el gigante único, reparte sus premios y sus castigos con una especie de ceguera olímpica. Se escuchan las protestas por todos lados, pero el gigante norteamericano ha adquirido una indiferencia, una piel impermeable, que sólo puede compararse con la del elefante soviético de hace algunas décadas.

Llego a Chile y encuentro al país relativamente obsesionado por el temor a la droga, a su entrada y su entronización en un mundo que suponemos más bien inocente. La autoridad competente expulsa a un grupo de muchachos de la Escuela Naval por haber consumido marihuana en sus días de fiesta. Como lo hacen casi todos los muchachos de todas las escuelas y todos los países de Occidente. Claro está, puede que la situación sea diferente en las regiones donde el integrismo islámico es fuerte, pero me pregunto -si el modelo integrista es el que nos interesa. Se habla, incluso, cosa mucho más sorprendente, para decir lo menos, de un control antidroga a los empleados y a los miembros de nuestro Parlamento. Al fin y al cabo, nos dicen, hay un proceso en marcha por narcotráfico en contra de tres funcionarios. Y se han escuchado denuncias por consumo de cocaína en el recinto del Congreso.

La preocupación por el tema, desde luego, me parece enteramente válida. He observado los estragos de la drogadicción, sus efectos perversos en la calidad de vida, en las familias, en la seguridad ciudadana, en muchas de las grandes ciudades de Europa y de América del Norte. Me pregunto, sin embargo, si las actitudes puramente represivas, obsesivas, cercanas al pánico, con el remedio más adecuado. Me acuerdo de lecturas y de reflexiones de otros tiempos. La droga es vieja como el mundo. Es ingenuo tratar de erradicarla con un acto de autoridad, por medio de un ucase o de un sistema de control en la puerta de entrada de las instituciones. Repaso textos que se han llenado de polvo en mi biblioteca y me encuentro con una suposición de carácter antropológico: en la antigua Grecia, antes del descubrimiento del vino, es probable que los ritos dionisiacos fueran acompañados de la ingestión de hongos que provocaban delirios, visiones que se suponían transmitidas por los dioses. Si hubiera sido así, el vino habría significado un evidente progreso, una forma de alcanzar una embriaguez más moderada, menos autodestructora.El poeta inglés Robert Graves, que vivió la mayor parte de su vida en Mallorca y que falleció hace pocos años, sostuvo que el néctar y la ambrosía de los griegos eran bebidas hechas a base de hongos alucinógenos. Es decir, para emplear la palabra moderna, drogas. Lo más interesante de las especulaciones de Graves, que se encuentran en su libro La diosa blanca y en su grueso volumen Los mitos griegos, tiene que ver con la naturaleza mítica, altamente selectiva, que atribuían los clásicos al consumo de estas bebidas. Según autores como Higinio y Píndaro, el primero de los crímenes de Tántalo, uno de los que provocaron su célebre suplicio, derivó de su olvido del carácter exclusivo, ritual, probablemente mágico, de la ingestión de ambrosía. Tántalo había conquistado la confianza de Zeus, y solía ser invitado a su casa y a su mesa. El contacto frecuente con un poder tan alto le trastornó la cabeza, como suele ocurrirles a los mortales comunes, y se dedicó a difundir las intimidades del dios y a robar los manjares divinos para repartírselos a sus amigos mortales. En castigo, fue colgado de un árbol que se inclinaba sobre una fuente. Cuando Tántalo se inclinaba para beber, el agua de la fuente se retiraba. Cuando estiraba la mano para coger las maravillosas frutas del árbol, las ramas, empujadas por el viento, quedaban fuera de su alcance. Tántalo había traicionado a su augusto anfitrión y probablemente había traficado con la pócima sagrada. Su castigo, morir de sed y de hambre junto al agua y a los mejores frutos de la tierra, es una metáfora vigente, perfectamente contemporánea.A juzgar por la tradición literaria moderna, los poetas y los novelistas, sobre todo a partir del Romanticismo, se sintieron llamados a romper el tabú que prohibía consumir los equivalentes actuales de la ambrosía. El poema Kubla Khan, de Coleridge, es la transcripción directa de un sueño provocado por el opio, quizá la primera confesión escrita del uso de una droga. Balzac escribió breves ensayos sobre los estupefacientes de su época. Baudelaire recurrió al opio y al hachís para conseguir sus estados de éxtasis, sus "epifanías", y sus seguidores del siglo XX, Antonin Artaud, Henri Michaux, André Breton, entre otros, hicieron más o menos lo mismo. Neruda, que describió con acierto los fumaderos de opio del Extremo Oriente de su juventud, probablemente los había frecuentado. A todo eso se refería Arthur Rimbaud cuando hablaba del "desarreglo de los sentidos".¿Quiere decir que debemos olvidarnos del problema en nuestras sociedades? ¡Sin duda que no! Pero debemos enfocarlo con serenidad y con perspectiva. A sabiendas, por ejemplo, de que algunas de las mejores inteligencias de los últimos dos siglos sobrevivieron a la droga. Y de que el problema, que no vamos a resolver hoy ni mañana, no es otra de las taras específicas del continente latinoamericano.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Jorge Edwards es escritor chileno.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_