Sangre en Chipre
EL FIN de la guerra fría, con su oleada democratizadora en buena parte del mundo, ha dejado una serie de conflictos más o menos en conserva, que por su misma persistencia prueban su alto grado de autonomía, es decir, que no eran únicamente hijos del enfrentamiento Este Oeste, sino que hundían sus raíces en diferentes cuestiones nacionales. Entre ellos, el de Oriente Próximo, por su gravedad, viene requiriendo la atención sostenida de Occidente, pero otros reputados de baja intensidad se acantonan en el refrigerador de la tensión internacional hasta que un exabrupto, casi un vagido de protesta por la falta de atención que reciben, los hace de nuevo actuales.El último de ellos en despertar ha sido el conflicto greco-chipriota, que enfrenta secularmente a Grecia y Turquía, y que adquirió su mayor protagonismo con la violenta partición de la isla en 1974. Un golpe de Estado progriego en Chipre, que provocó la caída de la dictadura de los coroneles y el restablecimiento de la democracia en Grecia, fue la espoleta para que Turquía procediera a la ocupación militar del tercio nororiental de la isla donde, desde entonces, medra un Estado turco-chipriota en todo independiente excepto en que no goza de reconocimiento internacional. Turquía intervino porque el nuevo Gobierno grecochipriota vulneraba los acuerdos de neutralización de la isla y de reparto del poder entre las dos comunidades. Restablecida la democracia, también en Chipre, Ankara estimó, sin embargo, que no había mejor garantía para la población turca -un 18% del total chipriota- que esa nueva soberanía de facto.
Desde entonces las conversaciones para la reunificación se han eternizado, complicándose el problema con cuestiones como la rebatiña entre los dos países por la plataforma del Egeo, la solicitud, turca de ingreso en la Unión Europea y, más recientemente, la formación de un Gobierno de dirección islamista en Ankara, que preside Necmetin Erbakan, viceprimer ministro, precisamente en tiempos de la invasión de 1974, que ahora se atribuye haber sido el detonante de aquel reflejo nacionalista.
La nueva posición turca, que ya ha marcado puntos de contradicción con la estrategia occidental, como la visita de Erbakan al archienemigo de Washington, el Irán de los ayatolás, ha estimulado el deseo grecochipriota de no dejar dormir el contencioso. Y eso ha provocado una incursión de manifestantes grecochipriotas al otro lado de la divisoria, que ha disparado, a su vez, una reacción gratuitamente violenta de las fuerzas turcas, con el saldo de dos muertos entre los invasores, en sólo cuatro días.
Y lo terrible es que en este mundo al final de la historia ni Washington ni la Unión Europea, con las manos llenas de Bosnia, y otros conflictos, tienen capacidad para atender como apagafuegos más que a lo, que arda con el mayor estrépito. Para los grandes centros de decisión occidentales el problema mayor en la zona es la futura orientación de Ankara y su cumplimiento de los compromisos contraídos por gobiernos laicos anteriores con la OTAN. En ese contexto, la disputa por la isla mediterránea es un avatar mucho más que un abceso que urja curar.
Pero eso no obsta para que los parámetros de solución del conflicto, refrendados por las Naciones Unidas, hayan variado en este contexto renovado a la busca de un nuevo orden mundial. Un Chipre neutral y unificado, bien sea federal o confederal, con la plena evacuación de las tropas turcas, debería ser la única salida aceptable a este interminable conflicto. Ankara puede exigir garantías de que la minoría turca no se vea sumergida en un Estado que siga soñando, como en 1974, con la Enosis, la unión con Grecia. Pero más allá, su acción no es sino la repetida violación de un statu quo y de un consenso internacionales.
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