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Tribuna:Relatos de Verano
Tribuna
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En ausencia de Blanca (3)

Antonio Muñoz Molina

Por Por fortuna, la vida cultural de Jaén no se caracterizaba por su dinamismo, y podían pasar semanas enteras, sobre todo en verano, sin que se celebrase ningún acontecimiento imprescindible. Pero, era justo en esos periodos cuando la melancolía viajera de Blanca más se acentuaba, cuando miraba las páginas culturales del periódico y quería irse a Madrid o a Salzburgo, incluso a la cercana, privilegiada y casi mítica Granada, donde no parecía que la vida intelectual tuviera nunca descanso, donde se estrenaban enseguida todas las películas, algunas en versión original, donde había festivales internacionales de todo, de música clásica, de jazz, de teatro, incluso de tangos! El bolero y el tango entraron por esa época en las aficiones musicales de Blanca, y empezaron a oírse en algunos de los bares de copas a los que iban los fines de semana, concediéndole a Mario el alivio de un término medio entre el aburrimiento sinfónico de las salas de concierto y los ritmos como de cardiología industrial de los bares nocturnos, donde la música, por llamarla de algún modo, era aún más insoportable que las conversaciones a gritos, el alcohol de garrafa y el humo del tabaco.Para el vigésimo noveno cumpleaños de Blanca Mario se reservó una modesta sorpresa: dos cintas de boleros de Moncho, al parecer descatalogadas, que él encontró en, el expositor de una gasolinera. Fue oyendo una de ellas en el coche, mientras volvía a casa, y como era muy sentimental enseguida le subió del estómago hacia el pecho y la garganta, y luego hacia los lacrimales, una densa marea de congoja sin explicación y de felicidad irremediable, como recordada, como ennoblecida y afirmada de antemano por el paso del tiempo. A solas en el coche, esperando a que se pusiera en verde el semáforo de la Fuente de las Batallas, tenía el corazón reblandecido y los ojos húmedos por la música, y disfrutaba no sólo de su amor por Blanca, sino de la evidencia absoluta de que estaba disfrutando sin el menor residuo de incertidumbre una emoción estética disfrutada previamente por ella, certificada por ella.

¿Cuántas veces en su Vida se había torturado delante de un cuadro, de una película, de un cuarteto de cámara, preguntándose si de verdad le gustaba aquello, si no sería un poco ridículo mover rítmicamente la cabeza o dar golpecitos en el suelo con el pie, si la interrupción que se avecinaba sería la del final y exigiría inmediatos aplausos o tan sólo un breve intermedio, uno de esos intermedios en los que se oyen carraspeos y toses, y en los que a veces un insensato empieza solitariamente a aplaudir y varias docenas de cabezas se vuelven hacia él como queriendo fulminarlo? Pero ahora, en el coche, era innegable que disfrutaba, que se conmovía hasta la médula, que veía escarchados los edificios y los árboles de la avenida al otro lado del parabrisas, y que esa emoción no sólo era verdadera, sino también correcta.

En un rapto de inspiración, detuvo el coche junto a una papelería en la que solía abastecerse de materiales de dibujo y compró papel y cintas de regalo. Cuando llegó a casa Blanca no estaba: en, una nota dejada sobre la mesa del comedor le decía que había ido a una entrevista para un cierto puesto de trabajo, que volvería pronto. Si se hubiera fijado entonces, si hubiese advertido repeticiones casuales de nombres, coincidencias que ya iban labrando su desastre, sin que él viera nada, vigilante e inepto, aturdido, ciego ante lo irremediable.

Lo emocionó la pulcra caligrafía de Blanca y la última palabra escrita en la nota: "Besos". Por una vez, se alegró de que ella no estuviera. Cortó el papel de regalo, que era de un negro reluciente y sedoso, envolvió las dos cintas, dobló los ángulos del papel con la habilidad y la precisión de un papirofléxico, calculó la longitud exacta de la cinta dorada que necesitaría para que el nudo final del paquete no quedara ostentoso o vulgar. Movía ensimismadamente las manos bajo la luz de una lámpara, en la habitación de ella, a la que los dos llamaban el estudio, alisaba el papel, afilaba dobleces con el canto de una uña, deslizaba entre las yemas de los pulgares y los índices la cinta dorada para formar un nudo que pudiera deshacerse con sólo tirar suavemente.

Guardó el paquete en un altillo, con una cierta sensación, para él exótica, de clandestinidad, y esa misma noche, a las doce y un minuto, el primer minuto del cumpleaños de Blanca, no pudo soportar la impaciencia y le entregó el regalo. Tampoco lo torturaba esta vez la sospecha de no haber acertado, de que a Blanca no le gustara el regalo y fingiera por delicadeza una gratitud que no ocultaba nunca del todo la sombra de la decepción. Con qué torpeza intentaba deshacer el nudo dorado del paquete con qué nerviosismo se enredaba en los dobleces y los picos del papel y acababa desgarrándolo, qué privilegio estar en pie frente a ella y recibir su mirada un instante des pués de que viese las dos cintas: "Moncho", dijo, con aquel tono de voz que re servaba para el arrobo incondicional, para el maravillado agradecimiento, y que era una de las mejores razones para quererla, porque ennoblecía intensamente cualquier cosa que ella admirase, "Veinte boleros de oro".

Blanca puso inmediatamente una de las cintas, y cuando el primer bolero comenzó a sonar se volvió hacia Mario invitándolo con un gesto a bailar con ella. Pero no bailaron, se quedaron abrazados en el centro de la habitación, oscilando lentamente, sin mover los pies, mientras Moncho cantaba Llévatela. Pero nadie se la llevaría, pensó Mario con orgullo y deseo, empujándola con suavidad y determinación hacia el dormitorio, dejándose llevar por ella.

Era probable que no hubiese tregua nunca: tendría que pasar cada hora y cada día del resto de su vida conquistándóla, seduciéndola, vigilando con astucia y desvelo la aparición de cualquier peligró, de cualquier enemigo. No le importaba, desde luego, lo había sabido prácticamente desde que la conoció y si se paraba a pensarlo no lo había hecho del todo mal desde entonces. Él no tardó ni dos días en enamorarse de Blanca: que ella empezara poco a poco a corresponderle, que se deslizara, sin darse cuenta ni ella misma, de la simpatía y la gratitud hacia el amor, no fue el resultado del azar, ni de los mecanismos, ciegos de la pasión, sino la consecuencia lenta y merecida de la tenacidad de Mario, de su solicitud constante, de su ternura tan incondicional como la de un enfermero.

Mario, que por encima de la estabilidad no apreciaba casi nada en la vida, venía dedicando los últimos años a descubrir y admirar las inestabilidades de Blanca y al mismo tiempo a combatirlas o atenuarlas, a ofrecerle a ella un espacio de referencias seguras en el que pudiera florecer sin desperdicio ni sufrimiento el esplendor de su alma. Con otros hombres, o abandonada a sí misma, Blanca derivaría -de hecho, ya había derivado- hacia un desorden aturdido, doloroso y estéril, a una especie de estupor ante su propio desastre en el que había algo del fatalismo con que un casi alcohólico, aún a tiempo de curarse, capitula ante el alcohol o una persona poco adicta a la higiene abandona su práctica diaria y acaba viviendo en un muladar.

Cuando Mario la conoció, Blanca bebía seis o siete whiskys diarios, fumaba dos paquetes de Camel y guardaba en el bolso una confusión de kleenex usados, hebras de tabaco, hojas sueltas de papel de fumar, estimulantes y somníferos. La vida con él pintor Naranjo, quien al principio la había deslumbrado con sus actitudes de genio y con la fuerza visual de su pintura, derivó rápidamente, previsiblemente, hacia un tortuoso infierno de abandonos, reconciliaciones, deslealtades y huidas que habría durado años de no ser por la aparición inopinada de Mario.

Se decía, y Mario estaba seguro de que era cierto, que Blanca había tenido una influencia definitiva en los comienzos del éxito de Naranjo (Mario se habría dejado matar antes de llamarlo Jimmy). No sólo lo había alentado, no sólo lo había mejorado y ennoblecido con el influjo benéfico de su admiración: también había usado aquellas mismas influencias familiares de las que renegaba para conseguir compradores a sus cuadros y salas donde exponerlos, y había rnovilizado a sus amigos de los periódicos y de la radio para que le hicieran entrevistas, con una tenacidad y una desenvoltura de las que Naranjo, por supuesto, carecía, por lo menos entonces, cuando aún fingía ser un artista huraño y maldito, años antes de ganar la Bienal de la Diputación y de convertirse a lo que él mismo llamaba, con ese cínico descaro mercantil que se llamó modernidad en los ochenta, el bisnes.

Las energías que Blanca era capaz de invertir en los méritos de otros podían ser inagotables y hasta milagrosas. Poseía un don muy raro, el de admirar, y sabía explicar lo que admiraba y las razones por las que lo admiraba con tal convicción que volvía contagioso su entusiasmo. Cuándo encontró a Naranjo, el año 82 o el 83, nadie creía en su pintura, ni siquiera él mismo. Blanca, en cierto modo, lo convenció de que era de verdad un pintor, y de que la indiferencia de los demás hacia su obra respondía no a la mediocridad de los cuadros, como el propio Naranjo había empezado a pensar, sino a la mediocridad del público, a la incurable ignorancia española. Fue Blanca quien lo disuadió de la tentación ominosa de presentarse a oposiciones para profesor de Dibujo: también fue ella la responsable de que concursara en la Bienal de la Diputación de Jaén, en la que Naranjo se negaba a participar, no sólo, como él decía, porque le daba asco hacerle el juego al poder, sino sobre todo porque temía la humillación de no ser seleccionado. Sin que él lo supiera -por esa época andaba más bien perdido entre el hachís y la ginebra- Blanca eligió uno de sus cuadros y lo envió a la Bienal, y era posible que también hiciese alguna gestión cerca de un miembro del jurado. Este punto ella lo negaba, porque la enfurecía, aún mucho tiempo después de estar casada con Mario, que se pusiera en duda el talento de Naranjo, pero en cualquier caso era cierto que hizo todo lo que pudo por empujar la carrera de su amante de entonces, y que a su manera lo consiguió.

También era ella quien no lo dejaba dormirse en las glorias locales y provinciales, porque después de la Bienal de la Diputación ganó el Premio Zabaleta, del Ayuntamiento de Quesada, y al cabo de pocos meses el concurso para el cartel anunciador de las fiestas de Baeza, que fue un escándalo en la ciudad tan ásperamente conservadora y supuso una ruptura implacable con los convencionalismos que habían imperado hasta entonces en ese tipo de carteles. En la provincia de Jaén, Naranjo se convirtió en la personificación radical de la vanguardia, pero es muy probable que el éxito lo hubiera malogrado de no haber sido por las apasionadas exigencias de Blanca: no podía conformarse con lo que ya poseía, tenía que dar el salto definitivo e irrumpir en Madrid.

Sin darse cuenta, ella misma labraba su propia desgracia, pues fue el contacto con Madrid lo que terminó de trastornar a Naranjo, convirtiéndolo en su caricatura abominable, Jimmy N., que más pare cía nombre de que de pintor. No siempre podían permitirse que Blanca lo acompañara en sus viajes a la capital, y aunque ella era demasiado generosa como para albergar por principio, como tantas mujeres, la superstición de los celos, pronto advirtió que Naranjo estaba cambiando a una velocidad excesiva, o tal vez mostrándose en su ser verdadero. Por Jaén corrieron noticias de su triunfo en Madrid, noticias que según se vio más tarde no acababan de llegar a Madrid. También se comentó lo que empezaba a llamarse entonces su nuevo look: los jerseys de cuello alto, los pantalones de pana, las sólidas botas de realismo proletario o de expresionismo abstracto americano dieron paso a un vestuario en el que no faltaba el cuero negro y ceñido ni las telas imitación cebra y leopardo. Se cortó la barba y se rapó las patillas a la altura de las sienes. Primero sorprendida, luego estupefacta y por fin anulada por la amargura y el sentimiento de traición, Blanca aún intentó mantenerse a su lado durante un cierto tiempo, dar un sentido noble a las cosas nuevas que le oía decir o hacer como que no se fijaba en sus zapatos de puntera aguda o en su recién adquirida afición a, la música rockabilly, a los actos sociales y a la cocaína.

El Naranjo de quien ella se había enamorado era un artista bronco y tímido, reservado hasta la claustrofobia y la misantropía, comunista inquebrantable y amigo del hachís, pero sobre todo del alcohol, ajeno a toda convención social, incluidos el trabajo, la monogamia, la paternidad, los horarios y las modas pictóricas. El que empezó a apuntar tras los primeros viajes a Madrid, el que unos años más tarde resplandecería plenamente en los bares de moda de Jaén, era un divo excéntrico y ligeramente afeminado, vestido como un figurín, pero conservando los rasgos duros y rancios de una cara de pueblo, la sombra oscura de una barba rural en contraste con la reglamentaria palidez moderna.

Una de las primeras veces que él volvió de Madrid, cuando ya tenía allí un estudio, Blanca, venciendo la cobardía del amor, le pidió que le dijera si había otra mujer. Naranjo, o Jimmy N., juró que no, y se mostró tan dolido por las sospechas de ella que la hizo sentirse injusta, culpable y ruin. De acusadora se convirtió sin darse cuenta en acusada: en vez de pedir explicaciones ahora pedía perdón. Se reconciliaron tumultuosamente, volvieron a pasar una gloriosa noche de amor casi como las de los viejos tiempos, salvo que ahora contaron con el estímulo de la cocaína. El domingo por la noche, Naranjo se marchó en el exprés a Madrid: quedaron que unos días más tarde Blanca se reuniría con él, para ayudarle a preparar una ansiada exposición, la primera individual que él celebraba en Madrid. Pero ella no tuvo paciencia para esperar hasta el viernes por la noche, tal como habían acordado. Tomó el exprés veinticuatro horas antes, de modo que el viernes, a las siete y media de la mañana, se bajaba de un taxi y abría la puerta del estudio, un antiguo almacén de productos industriales al que Naranjo había llamado enseguida el loft, y que no habrían podido alquilar sin uno de los cheques providenciales de la madre de Blanca. A la luz del amanecer, que entraba por una vasta claraboya, Blanca vio a Naranjo desnudo y arrodillado junto a la cama, en torno a la cual, como cortinajes teatrales, pendían lienzos sin marco y sábanas manchadas de pintura. Al oír la llave Naranjo había levantado la cabeza por encima de las rodillas abiertas de alguien que yacía de través en la cama, un hombre cuya cara Blanca no llegó a ver.

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