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Los bulevares

"Los árboles no dejan ver el bosque", dijo aquel corto de vista que se aplastó las narices contra un roble. En este Madrid, los autobuses y las prisas no dejan ver los árboles. Y, sin embargo, crecen que se las pelan. A mis pies -literalmente, vivo en un séptimo piso- se despereza una calle, parte de la caudalosa corriente de bulevares, que fueron arterias clorofílicas de la ciudad, hoy entrecortada por las exigencias del tráfico. Nada que ver con el origen de esta palabra francesa, que significó baluarte, muralla, jerga militar para darle nombre a los lugares donde estuvo el límite defensivo, paseado por descendientes menos belicosos.Fue Madrid una villa boscosa, como casi toda España, hasta que la desamortización y el agio precedieron a los pirómanos. Mi infancia junto al Retiro, la adolescencia junto a los bulevares del barrio de Salamanca y esta parada y fonda en la calle de Sagasta, transcurrieron entre verdores urbanos, que veía adelgazarse y desaparecer. De aquellos tiempos sobrevive la florida anchura de Príncipe de Vergara, merecen el nombre las nuevas calles de Costa Rica, Sor Ángela de la Cruz y, del antiguo cauce, rebrotan en la pendiente de Marqués de Urquijo, sorbiendo algo de la frescura que respira La Rosaleda. Traen recuerdos de los viejos paseos las medianas que, desde hace pocos años, se ensanchan, con timidez, y cobijan, heroicamente, unos arbolillos que, ya este año, han hecho evidencia de su sombra.

Para muchos de los que ascendimos al nivel de peatones, esta trinchera vial significa el impotente enojo de ver cómo perdemos el autobús que, casi siempre, franquea, por los pelos, el inmediato semáforo y nos deja, plantados, en la mitad de la rúa, prisioneros de la velocidad con que circulan los automóviles, corriente homicida imposible de salvar. Este usual fenómeno -y el semidespierto instinto de conservación- nos lleva a mirar en horizontal, metro y medio sobre el nivel del suelo, avizorando la llegada del torrente circulatorio, retenidos en aquella escasa franja, para traspasar, a pie enjuto -como hicieron los israelitas en el mar Rojo, cuando se encendió el semáforo que daba vía libre- hasta la otra acera, desde donde contemplamos la popa del perdido autobús.

Esta misma mañana, el episodio se ha repetido, con una sorprendente y grata novedad. Detenido en esa mediana de la calle de Sagasta -menos de un metro de ancha- sentí una extraña y protectora sensación, bajo el aliento canicular de agosto. Levanté la mirada, con gesto muy poco ciudadano; estaba debajo de un árbol de cuya existencia no tenía noticia. Soy un empedernido creyente en los milagros, lo que me lleva a dilapidar, sin el menor éxito, parte del escaso peculio en los juegos de azar de las múltiples loterías, pero las esperanzas sobrenaturales se detienen, a la luz del día, ante el crecimiento súbito de árboles, en medio de la vía pública. Haciendo trabajosa memoria, recordé los escuálidos palos clavados en la divisoria del asfalto, con algún ridículo penacho, imposible de catalogar dentro del mundo vegetal conocido.

Pues bien: era un árbol, arbolito, si quieren. Y unos metros más allá, otro, y otro, enlazando las glorietas de Bilbao y Alonso Martínez. Maravillado y contento, me perdí un par de semáforos, correteando de uno en otro, sin perder de vista, claro está, la jauría de artefactos de cuatro ruedas, tan familiares a los espectadores de los anuncios televisivos. ¡Árboles! Advierto que me gustan, sin fanatismo, como a cual quiera, pero, creciendo bajo mis ojos, los considero una especie de enriquecimiento imprevisto del patrimonio. Quedaron, una vez más, de manifiesto las la gunas en la educación básica de los españoles. Procuro identificar las plantas que enjoyan los jardines amigos y el escaparate de las floristerías, aparte del placer, apenas saboreado, de visitar el espléndido Botánico del Prado. Remiré el esbelto tronco, las virginales ramas, los jóvenes brotes, quizá demasiado tiernos, para mis ojos. Vuelvo a mi alta madriguera, dispuesto a identificar aquel prodigio en fila india. Tras unos momentos de meditación, emprendo la tarea investigadora, telefoneando al Ayuntamiento. Por fortuna, en un pliegue cerebral anidaba cierta vieja de nominación: "Parques y Jardines". Hubo, creo recordar, un concejal de eso. Fue innecesario buscar entre los más de 900 números que tiene el Ayuntamiento de Madrid. Con el dato providencial, resultó fácil: una competentísima funcionaria -quede patente-, sin vacilar, me informó que las dos especies eran, nada menos que, la mitad, Populus alba balleano, y la otra mitad, Gleditsia tryacanthos. Para los amigos, respectivamente, chopo blanco y acacia de espinas. Ya lo saben los amigos del bulevar.

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