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Las mafias marroquíes que introducen inmigrantes en España les instruyen para evitar su expulsión

El trato se sella en un cafetín de Nador. Los inmigrantes ilegales -procedentes en su mayoría del África subsahariana- entregan 2.000 dirhams (unas 25.000 pesetas) al cabecilla de una mafia marroquí. La tarifa, en contra de lo que se creía hasta ahora, no sólo incluye el compromiso de franquearles la frontera de Melilla. Los inmigrantes también reciben una serie de consejos muy prácticos para intentar evitar la deportación a sus países de origen: destruir el pasaporte verdadero, declararse ciudadanos de un país en guerra o cometer algún pequeño delito. El Ministerio del Interior de Guinea Bissau, dice haber obtenido esta confesión de la mayoría de los 50 inmigrantes que le envió España a finales del pasado junio.

Uno de los expulsados, Notale Henry Efamba, un camerunés de 25 años, asegura que fue captado en su propio país: "No fui a la aventura. Dos de mis hermanos ya trabajan legalmente en Francia. Lo consiguieron después de atravesar España sin ningún tipo de documentación. Ellos fueron los que me enviaron la dirección de un cafetín de Nador y un nombre por el que preguntar". Notale Henry está sentado en la puerta de la sede de la Liga por los Derechos del Hombre en Bissau, donde se ha refugiado, junto a otros 11 inmigrantes, para evitar su ex pulsión.Durante más de un mes, los ex pulsados han estado encerrados en unas naves junto al Ministerio del Interior, en una barrio que apenas recuerda ya el dominio colonial portugués, que terminó en 1975. Las casas, rodeadas de palmeras, se caen sin remedio, azota das por las fuertes lluvias tropicales que acaban de llegar a Guinea.

Otro de los deportados, el ruandés Albert Mukesha-Batwaro, sostiene que utilizó la misma fórmula: "También yo fui víctima de la mafia marroquí. Me exigieron todo el dinero que tenía. Ellos me guiaron hasta la frontera. Caminé durante toda la noche. Estaba tan oscuro que creía llevar los ojos vendados. Una vez en la frontera, me dijeron todo lo que debía declarar ante la policía española en el caso de ser detenido".

Un policía de Guinea Bissau mostraba la pasada semana la declaración firmada de varios deportados. Una se parecía a la otra como dos gotas de agua. El funcionario no cree que los inmigrantes mientan y razona: "Debe tener en cuenta que para nosotros, africanos todos, es fácil determinar quién es de un país y quién de otro. Pero a un policía español no debe resultarle tan sencillo". Los inmigrantes, aleccionados por las mafias marroquíes, utilizan la estratagema del engaño y persiguen un objetivo de forma obsesiva: ganar tiempo. Conocen a la perfección que, en virtud de la Ley de Extranjería, la policía española sólo dispone de 40 días para completar el expediente de expulsión. Si en ese plazo no consigue determinar datos tan básicos como el nombre real del inmigrante, el país de origen y el de procedencia, debe ponerlos en libertad.

En la búsqueda de la verdad se producen situaciones que se pasean entre lo ridículo y lo trágico. Los policías españoles usan una serie de trucos para evitar ser engañados. Hacen que los africanos señalen. en un mapa el país del que dicen proceder, les preguntan por los colores de su bandera o el nombre de 10 ciudades.

A veces les ordenan que tarareen el himno del país. En otras ocasiones, la sesión no es tan divertida. El inmigrante, sorprendido en su mentira, llora y derrama como en un confesionario toda su desesperación: los motivos de la huída, la miseria que les espera a la vuelta, los años de sacrificio.

Con la deportación no se pone fin a una aventura de fin de semana. Al contrario, muchos de los 103 africanos expulsados por España a finales de junio llevaban intentando desde hacía meses, o años, colarse en Europa.

Albert Mukesha-Batwaro es uno de ellos. Su larga condición de refugiado -asegura que los tutsi acabaron con su familia en octubre de 1993, y desde entonces huye de Ruanda- le ha convertido en portavoz de todo el grupo. Entiende español, chapurrea francés e inglés, y dramatiza su declaración hasta convencer a su interlocutor por pura extenuación.

"Los mafiosos que conocí en Nador sabían que yo necesitaba pasar a España, al precio que fuera", asegura. "Así que cuando me abandonaron en la frontera, me dijeron que la primera medida, y también la principal, era deshacerme de la documentación verdadera. Luego, una vez adaptado a la ciudad, debía intentar conseguir un trabajo y que pasaran los días. Tenía que ganar tiempo. Alguien, en el caso de tener problemas con la policía, debía declarar que yo era un residente antiguo al que se le habían perdido los papeles. Sólo si todo eso fallaba, tendría que recurrir a la delincuencia".

Albert no lo entendió al principio, pero ya sabe por qué los marroquíes le hablaron de delinquir: "La policía española puede repatriarte sin más si eres un inmigrante pacífico, pero si cometes un pequeño delito, un robo en una tienda, un tirón, la radio de un coche, pasas a ser competencia de la justicia. La expulsión se puede retrasar entonces días o incluso meses".

El ruandés pronuncia luego una frase que comparten los que le acompañan: "Es mejor la cárcel en España que volver a Ruanda. Allí ya no me espera nadie. Sólo quedan con vida los asesinos de mi familia".

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